ACTO SEGUNDO 

Sala en casa de Celia. Ésta aparece sentada leyendo. En la sala, tres puertas: dos laterales y una en el fondo. 

ESCENA I

MARÍA, CELIA 

María.- ¿Llamaba usted, señorita?. 

Celia.- Si, María, me he cansado de esperarles y voy a mi habitación a ordenar unas coses. Cuando vengan me avisas. Espero a Esther, que tú conoces muy bien por haber estado aquí con frecuencia.

María.- Si, señorita; la amiga que de usted más secretos sabe.

Celia.- Tú sabes y hablas siempre demasiado, María. También espero a Alberto, a quien igualmente conoces. 

María.- Si, señorita, el del asedio continuo y que usted no quiere

Celia.- María, ya te dije que no quiero que me hables de eso. Y ahora te voy a advertir que vendrá otro amigo y compañero, Pedro, a quien tú no has visto nunca. Es un excelente muchacho. Un poco bruto, pero muy bueno. Cualquiera de los tres que llegase, los recibes, como tú sabes hacerlo, los pasas aquí y me avisas seguidamente.¿Quedamos en eso?.

María.- Si, señorita. 

Celia.- Estoy en mi habitación. (Sale por te lateral derecha)

ESCENA II

MARÍA  

María.- Hoy, por lo visto, viene un nuevo amigo a la casa. Siempre que veo a un hombre por primera vez siento... ¿qué siento?... ¿cómo me dijo el médico que era?... !ah!... si... siento “melancolía de solterona”. (Llaman al timbre) Ya está ahí alguno do los amiguitos esperados. (Sale y entra con Don Rafael par la puerta del fondo). 

ESCENA III

MARÍA, DON RAFAEL 

María.- ¿De modo que usted desea ver a la señorita, no es así?.

 

Don Rafael..-Si; quisiera, a ser posible, tener con ella un cambio de impresiones. 

María.- Claro... sí... Usted es el nuevo. La señorita me ha dicho que es usted bueno, pero muy bruto. 

Don Rafael.- ¡Cuando lo dice 1a señorita!. 

María.- Y que lo diga, porque ella es muy lista. Termina este año el... el... no sé lo que termina. 

Don Rafael.- ¿Está segura ella de que así será?. 

María.- Usted, como es tan bruto, no lo sabrá, pero ella sí sabe que termina. Ayer hizo un examen con un profesor, que creo es un “tío” sabiendo, y vino contenta porque a ese tipo tenía ella ganas do dejarla a “atontao”. 

Don Rafael.- ¿De manera que vino satisfecha?. 

María.- Muchísimo; pues mire usted que el tal profesor, que debe ser un mentecato, nos trae locos a todos los de casa. Constantemente está la señorita Celia non la música de "si el catedrático de Física explica así, si sabe asá”; en fin, que estamos de ese pelmazo hasta la coronilla. 

Don Rafael.- Y de Rafael, ¿no habla nada?. 

María.- No, señor; aquí no hay otros nombres que los de su amiga Esther y su mejor amigo, Alberto. 

Don Rafael.- ¿Y no le parece a usted que ya estuvo bien? Haga el favor de avisar a la señorita, porque parece que he venido a hablar con usted. 

María.- Ahora mismo, señorito. (Saliendo y aparte) ¡A mi no me parte, tan bruto!. 

ESCENA IV

DON RAFAEL, CELIA  

(Don Rafael,  al quedar solo, mira uno de los libros de la mesita, que es el que antes leía Celia) 

Don Rafael.- Químico de Oswald. (Leyendo en la cubierta del libro) ¡Qué cariño tiene esta señorita a estas cuestiones de físico-química. 

Celia.- (Desde dentro) Voy ahora, Pedro. (Entra por la puerta lateral derecha)

ESCENA V

CELIA, DON RAFAEL 

(Don Rafael, que está de espaldas hojeando el libro, se vuelve al notar la presencia de Celia) 

Celia.- ¡Ah! ¿Pero es usted, Don Rafael? ¡Qué sorpresa! Yo... la verdad... no suponía... 

Don Rafael.-  Si, que fuera yo. 

Celia.- Eso... sí... que... usted... fuere. usted... Es que María me ha dicho...

Don Rafael.- Que soy un bruto. Me lo figuro. 

Celia.- Parece mentira, Dan Rafael. Ha sido una confusión de María. 

Don Rafael.- Así lo he comprendido, no se preocupe. Pues he venido porque anoche he pesado algunas horas leyendo los ejercicios de ustedes y observo en el suyo algunas cosas interesantes, y deseo preguntar a usted sobre ciertos extremos. 

Celia.- Usted dirá, don Rafael. Pero, siéntese. 

Don Rafael.- Muchas gracias. Prefiero estar de pie. No es costumbre, naturalmente, que un catedrático visite a un alumno para interrogarle sobre un ejercido ya hecho, sino que debe juzgarlo y nada más, pero por tetarse... 

Celia.- ¿De mí, don Rafael?. 

Don Rafael.- De usted no, de una alumna excepcional, y teniendo en cuenta que no hemos de vernos más en clase, es lógico mi deseo de conocer de donde ha obtenido usted algunos conceptos, verdaderamente de una profundidad científica extraordinaria. Dice usted cuando escribe sobre la génesis del estado eléctrico por rozamiento que... verá usted... lea. (Le da un pliego de papel que saca de la cartera que usa para la cátedra). 

Celia.- (Cogiendo el papel) Sí, señor, eso lo he visto en una Física. No recuerdo el autor. (Leyendo) La superficie del cuerpo electrizado debe parecer, pues, un conjunto de ventiladores cónicos archi-microscópicos, por los que surgen en hélice chorros etéreos, interrumpidos un instante en el momento de invertirse el sentido de la oscilación pendular. 

Don Rafael.- ¡Admiro su poder de asimilación! Y cuando usted formula las leyes de Keplero, ¿por qué no enuncia la ley de las áreas? Establece usted muy bien, sin embargo, que Newton, setenta años después, llegó a la famosa consecuencia de que...

 

Celia.- (Interrumpiéndole) Al considerar el movimiento de los planetas como exactamente circular, “las atracciones que el Sol ejerce sobre los planetas están en razón inversa de los cuadrados de les distancias”. 

Don Rafael.- Pero debía usted haber dicho, en el desarrollo del tema, que Newton generalizó su ley aplicándola a todos los casos de recíproca atracción. 

Celia.-  Sí, señor; eso lo sé muy bien. A menos distancia (Acercándose mucho a Don Rafael), mucha mayor atracción.ç 

Don Rafael.- (Separándose un poco) No obstante, debe usted saber que les astros conservan sus distancias pare evitar el choque. 

Celia.- Tiene usted mucha razón. (Separándose más) Hay que mantener siempre “las distancias”. Por eso usted anteayer no hizo acto de presencia en la jira campestre. 

Don Rafael.- He tratado de terminar mis trabajos, pero me fue de todo punto imposible. 

Celia.- Hubiera sido lo mismo. Un catedrático de Física y Química siempre tiene que hacer.  

Don Rafael.- ¿Otra vez? ¿Pero es que yo no soy para usted más que el catedrático de Física?

Celia.- ¿Y qué más podía ser? ¿Recuerda usted la preguntita?. 

Don Rafael.- La preguntita y la respuesta. Todo lo recuerdo y todo me entristece. 

Celia.- En particular estos días últimos, parece usted muy triste. 

Don Rafael.- ¿Ignora usted que la tristeza es para los chinos “el otoño del corazón"?. 

Celia.- Eso debe ser muy interesante. ¿Sería tan amable que me lo explicase?. 

Don Rafael.- Sea ésta mi última explicación para usted, señorita Cortés. 

Celia.- No lo quiera Dios, Don Rafael. ¿Y la nueva teoría de que ha de hablarme, según me ha dicho en clase?. 

Don Rafael.- ¡Ah! sí, es cierto. Bueno... le explicaré lo de la tristeza y me iré... sí... debo irme. El viejo signario chino no contenía 1a representación de la palabra tristeza, y para lograrlo reunió dos ideogramas: uno, que significaba “otoño” y otro que se lee "corazón", Quedó así la tristeza pensada y escrita como "otoño del corazón”. ¿Entendido ya?. 

Celia.- Perfectamente. Como todo lo que usted explica. 

Don Rafael.- Pues, adiós... Celia, hasta mañana, porque supongo que usted pasará a recoger la calificación, después de celebrada la Junta de Profesores. 

Celia.- Sí, señor; hasta mañana. 

(Sale don Rafael, acompañado de Celia, por la puerta del fondo. Celia vuelve en seguida) 

ESCENA VI

CELIA

Celia.- María, María. 

ESCENA VII

MARÍA, CELIA  

(Entra María)  

María.- (Nerviosa) Señorita, señorita, ¿ocurre algo?. 

Celia.- Mucho y nada. Me desconcierta este hombre. ¿Cuándo volverán mis padres, María?.

María.- No lo sé, señorita; pero es para nosotros vieja historia, que cuando salen al campo prometen volver tal día y vienen cuatro o cinco días después; no debemos contar con ellos hasta la próxima semana. 

Celia.- Y a mí, como he de asistir a las clases, aquí me dejan contigo ¿A quien cuento yo ahora mis cosas?. 

María.- A mí puede la señorita decirme cuanto quiera y desahogar, que seré una tumba. 

Celia.- ¿Tú una tumba? ¡Si estoy segura que estuviste, como siempre, escuchando!. 

María.- ¡Jesús, que manía, señorita!; si no me entero de nada, ¿cómo voy a entender tantas cosas de estudios, lo de no sé qué teoría, eso de la tristeza china y... (Suena el timbre).

Celia.- Anda, anda, vete a ver si son mis compañeros. Eres incorregible. 

ESCENA VIII

ESTHER, CELIA, MARÍA 

(Sale María por la puerta del Fondo y vuelve con Esther) 

Esther.- ¡Hola!, Celia. ¿A que no te imaginas a quien encontré ahora tomando el tranvía, cuando yo salía de él, precisamente?. 

Celia.-A esa pregunta te contesto con otra: ¿a que no sabes quien estuvo aquí hace un momento?. 

Esther.- Es fácil de adivinar, estuvo e1 mismo a que yo me refiero, es decir... 

Celia.- Espérate, no hables. María, mira a ver si hay algo que hacer por la casa, y cuando vengan Alberto y Pedro, el nuevo visitante, no necesitas acompañarles hasta aquí, ¿me entiendes? Alberto conoce la casa mejor quo tú, y con decirles donde estamos, es suficiente. 

María.- Así lo haré, señorita; tiene usted mucha razón; el señorito Alberto es en la casa como de la familia, pero a mí me parece que el pobre... ¡con lo que a mí me gusta! Ya lo dice el vulgo: los que quiero no me dan, y los que me dan no quiero. 

Celia.- María, te repito que, en mi presencia, no hables con nadie de nada; ¿me has oído? ¡No dices más que tonterías e incongruencias!

María.- ¿Cómo ha dicho, señorita Esther? (Dirigiéndose a Esther). 

Esther.- In-con-gru-en-cias. 

María .-.(María se encoge de hombros y sale par le puerta lateral derecha, repitiendo:) In-con-gru-en-cias. 

ESCENA IX

CELIA, ESTHER 

Celia.- Cuando venga mamá tendrá que decidir con esta mu­chacha. Sentémonos, Esther. (Se sientan). 

Esther.-Quería decirte antes que supongo que haya sido tu visitante don Rafael. 

Celia.- El mismo. 

Esther.- ¿Y con qué objeto te hizo la visita?. 

Celia.- Pues para hablarme del examen que hicimos ayer. ¿Y no te dijo qué puntuación hemos merecido?.

Celia..- Tú, por lo visto, no conoces a Don Rafael. De eso rien du tout. 

Esther.- Yo creo que aprobaré. ¿No te parece, Celia?. 

Celia.- Así lo espero Tú estudias bien, Esther. Por el contrario, Alberto y Pedro lo pasarán mal. 

Esther.- Desde luego; yo creo que tú obtendrás la máxima puntuación y yo me conformo con aprobar, Alberto caerá en Latín y Física, y Pedro no aprobará “ni una”, como acostumbra. 

Celia.- Ya va siendo hora de que terminemos, después de siete años de estudio continuo. 

Esther.- Tú terminas el grado joven, Celia; aún no has he­cho los dieciocho años. Yo, en cambio, paso de los veinte. 

Celia.- Esa no es edad, hija. Puedes tener la carrera a los veinticuatro, y para una mujer, es una edad magnifica. 

Esther.- El que no hará carrera nunca es Pedro, y lo siento bien, porque yo entiendo que si estudiase... 

Celia.- A ti te gusta Pedro, Esther, lo vengo notando hace tiempo. 

Esther.- Confieso que sí; ¡si no fuese tan torpe!. 

Celia.- No es que sea torpe, es un vago atroz; por lo demás revela mucho ingenio. Más bien me parece un poco bruto por su brusquedad. 

Esther.- Y Alberto, ¿dejará de insistir contigo?. 

Celia.- Alberto no me quiere. Cree él que es así, pero está en un error. Yo no tengo hermanos, y él para mí lo ha sido desde la más tierna infancia. Él no tiene hermanas, y yo he sido para él, eso. ¡Cuánto daría porque él se convenciese! (Suena el timbre). Pero callemos, porque ya están ahí. (Se oye un murmullo de voces, como de discusión). 

Esther.- Sí, deben ser ellos. 

ESCENA X

ALBERTO, CELIA 

Alberto.- (Que entra) ¿Qué hay, muchachas? Seguramente estabais hablando del gran examen que hicisteis ayer, porque estoy seguro que lo habéis hecho. 

Celia.-  Te equivocas, Alberto. Hablábamos de otra cosa; es más, yo quisiera que eso no fuese hoy motivo de nuestra charla. ¿Y Pedro?. 

Alberto.- No sé que lío tiene con María. Ahora vendrá. (Se sienta) (Aparece Pedro en la puerta del fondo, de es­paldas a sus amigos). 

ESCENA XI

PEDRO, CELIA, ESTHER; ALBERTO 

Pedro.- (Airado). Es usted muy inteligente, encanto. (A la criada, que queda dentro) Vous avez l´air très inte­lligente. 

Celia.- Pero ¿qué te pasa, Pedro? ¡La primera vez que vienes a mi casa y entras riñendo!. 

Pedro- Pues que tienes una doncella que vale lo que pesa. Nos abre la puerta y dice “¡Hola!, señorito Alberto”. Le digo yo: “¿ Y a mí, qué?” “A usted también ¡ hola!”. Y continúa: “Claro está, usted es .el mismo, no cabe duda, y por su culpa he insultado, hace un momento, a un señor, al parecer, muy respetable. Si le viese a usted antes no me habría equivocado, porque tene cara de eso...”. “¿De qué, le dije yo, idiota?”. Y añade: De eso, ¿no se ha mirado nunca al espejo?. De una persona así hay que esperarlo todo. Dígame lo que quiera, que usted no dirá otra cosa que y me larga la siguiente palabrita descoyuntada –“in-con-gru-en-cias”. (Risas de los amigos). El resto del accidente ya lo habéis oído, se lo dije hasta en francés. 

Celia.- Pero si no entiende el castellano, ¿cómo va a comprender el francés?. 

Pedro.- Sí, lo entiende, al menos lo de intelligente sí, lo comprende, porque como se escribe intelligente... (Risas). 

Esther.- ¡Eres una eminencia, Pedro! ¿Y cómo habéis tardado tanto?. 

Pedro.- Alberto os lo contará, si lo estima necesario. 

Alberto.- Estuve soportando a este romántico, que me hizo la lectura de unos párrafos suyos, que él dice literarios. Vosotras ignoréis que ahora le da por escribir. 

Pedro.- Bueno, discúlpate conmigo, si quieres; no obstante, hubo otras razones también. 

Alberto.- Cállate y no inventes. Apelo a este testimonio. (Le saca a Pedro del bolsillo un papel). 

Pedro.- No seas así, Alberto. 

Esther.- ¡Que se lea! ¡Que se lea!. 

Celia.- No creo, Pedro, que debas oponerte. 

Pedro.- Accedo. Que lo lea, pero con buena vocalización y entonación mejor, porque ya sabéis que Alberto lee mal. 

Alberto.- (Disponiéndose a leer). Es un trozo de una novela de aventuras. Escuchad: (Leyendo) El hombre y el monstruo buscaba en El refugio de Los tres lanceros bengalíes las Cinco cunitas que La hiena ocultaba del Pimpinela escarlata, quien con El hacha justiciera vengó Los crímenes del Museo cometidos por FuManchú, inspirador de Las peripecias de Paulina y cómplice de La mano que aprieta. 

Esther.- Qué grande eres!. (A Pedro) ¡Pero eso perece un catálogo de películas!. 

Celia.- Pedro, eres un "cínico". 

Pedro.- ¿Qué es eso de "cínico"?. 

Celia.- ¡Hombre!, quiero decir amante del cine. 

Pedro.- Entonces dirás "cinemáfilo", me conformo con esto; pero vosotros, que no tenéis educación, resultéis Los tres cerditos. 

Alberto.- Lo que tú quieras. Anda, déjame que les lea esos parrafitos de la otra novela. Habéis de saber (Dirigiéndose a ellas) que las produce “en serie”. 

Pedro.-. Como no sé que hacer, pues... 

Esther.- Claro, lo que el hijo de Dumas, que no sabiendo que hacer, hizo literatura. 

Pedro.- Y, sin embargo, escribió La Dama de las Camelias. 

Esther.- ¿Y qué piensas escribir tú?. 

Pedro.- Algún día me admiraréis. Veréis como esto (saca otro papel) leído por mi, os gustará más. (Se sienta) (Lee) “Apenas habían transcurrido cinco días de la catástrofe antedicha cuando una voz se levantó en aquellas pobres islas, para conjurar, con su espléndido consejo, el peligro que se cernía sobre los desventurados habitantes de tan desérticos parajes. Los más variados donativos llegaron de todas las partes del mundo, para aliviar la apremiante necesidad de aquellos que pasaban por una situación tan precaria”. (Deja de leer) ¿Qué tal suena esto?. 

Esther.- Esto está ya bastante mejor. 

Celia.- Muchísimo mejor. 

Alberto.- He de advertiros que cuando escribe no guarda orden cronológico; por ejemplo, la catástrofe que él dice antedicha, aún no sabe qué va a ser. 

Esther.- ¿Y cómo lo piensas arreglar, Pedro?. 

Pedro.- Eso, para vosotros, que sois materia o energía, sería complicado; para mí resulta facilísimo, pues a los artistas nos han hecho de una substancia llamada estilo. 

Celia.- Yo desearla averiguar cómo tu estilo inventa una catástrofe. 

Pedro.-Yo haría ara descripción espeluznante, pongo por caso, de un desbordamiento del río Amarillo, que empieza a tragarse chinos, chinos, chinos y así hasta veinte o treinta mil, como quien pone garbanzos a remojo. 

Esther.- Temo que tal catástrofe no produzca emotividad alguna en tus lectores; las cosas ordinarias no emocionan. De todos modos eres fantástico y de ahí explico yo tus famosas intervenciones en clase. 

Alberto.- ¿No le habéis oído el último día de clase con don Rafael?.  

Pedro.- Siempre me echáis eso en cara, y un día voy a exigiros seriamente que me expliquéis cuales son "esas mis famosas intervenciones". 

Celia.- Yo me comprometo, Pedro, a que todos nosotros, en menos de unos segundos, podemos recordarte algunas de tus ingeniosas contestaciones. Y lo vamos a hacer cada uno por separado. 

Pedro.- Pues tú vas a ser la primera, sabihonda. 

Celia.- Cierto día, en clase de Física con el antecesor de don Rafael, un pobre viejo que sabía muy poco y lo poco muy anticuado, era preguntado un tal Pedro Menéndez sobre la lección que llevábamos, que re­cuerdo perfectamente era de Termología y precisa­mente: "Dilatación". El profesor dijo el la citado Pedro: "Díganos usted ejemplos de dilataciones por la acción del color”. El interesado respondió:  “Sí, señor, por ejemplo: los días son más largos en verano que en invierno". (Todos ríen). 

Pedro.- (Muy indignado) Eso no es cierto. 

Celia.- Tú dirás lo que te plazca, pero esto ha ocurrido. 

Esther.- Ahora me corresponde a mí. Con el mismo profesor teníamos un día señalada la lección de "Enrarecimiento de gases”. Se hace salir al encerado al señor Menéndez, aquí presente, para que dibuje la máquina neumática. Cuando se levanta, me dice a mí, que estaba a su lado: “No sé una palabra". Yo le contesté en broma: "Acuérdate de Carreño". Efectivamente, llega a la pizarra y dibuja un cajón. El profesor le pregunta: "¿Pero dónde está el apa­rato que le ordené dibujase?"  Y Pedro, que se tomó mi consejo al pie de la letra, responde: “Está dentro del cajón, don Marcelino. ¿No ve usted que le he puesto Frágil para que no se rompa esa campana de cristal que usted dijo llevaba toda lo máquina" (Nuevas risas). 

Pedro.- Esto tampoco es vedad. Queréis burlaros de mí. 

Esther.- Lo que acabo de contar es auténtico. 

Alberto.- ¿Me ha llegado el turno? Pues allá va.  Era en clase de Filosofía. El catedrático pregunta a Pedro qué opiniones conoce sobro la génesis de la conciencia moral. Como la clase la teníamos a la seis de la tarde, y Pedro había estado jugando hasta dicha hora, como siempre, a las siete y media, no tenía la idea más remota sobre lo que se le preguntaba, e inventó una verdadera leyenda, y camelo tras camelo fue diciendo barbaridades. Todos estábamos con un pánico indescriptible, pues se produjo una escena, verdaderamente violenta, cuando el catedrático, indignadísimo, le pregunta en donde había leído seme disparates. Pedro insistía, sosteniendo que los había leído en un autor. E1 profesor vuelve a la carga, y le dice que inmediatamente le diga el nombre de tal autor. Pedro no tenía, ni creo que tenga hoy, conocimiento alguno de los filósofos, y no podía, por tanto, dar un solo nombre, pero se conoce que tenia la baraja en la cabeza, y sin inmutarse contesta: “Lo lei en el Heraclio Fournier". (Grandes risas).

Pedro.- Exacto, si señor. Pero es que aquella tarde, el as de oros me estropeó muchas veces las siete y media, y tenía yo metido en la cabeza eso de "Naipes Heraclio Fournier - Vitoria”. ¡Este hombre fue mi salvación!. 

Esther.- ¿Cómo tu salvación, fresco? ¿No te dijo nada el catedrático?. 

Alberto.- En aquel momento, no; se lo dijo en el mes de Mayo. 

Pedro.- Pues ahora os voy a referir, yo mismo, una cosa que me ocurrió en clase de Matemáticas y que vosotros ignoráis, porque esto ocurrió hace muchos años. Claro, ahora somos compañeros porque, como corréis tanto, os habéis adelantado. 

Esther..- ¿No será que tú te has retrasado tanto, tanto...?. 

Pedro.- Temo que sí. Pero vamos al sucedido. El profesor de Matemáticas había explicado en Trigonometría las fórmulas generales de resolución de triángulos oblicuángulos. Nos dijo que al día siguiente las exigiría y que aquel que no las conociese perfectamente, podía considerarse suspenso. Yo me metí por ellas hasta que las retuve en la memoria. No las entendía ni más ni menos. Me las aprendí tal como las puso en el encerado, y no debo deciros, porque lo supondréis, que fui yo el llamado a la pizarra al otro día. Salí un poco nervioso. 

Esther.- ¡Qué raro!. 

Pedro.- Sí, un poco raro. Llevaba en la mano izquierdo el programa y los apuntes, que no abandoné aquel día. Llené la pizarra una y dos veces; no expliqué ni una palabra, y todo lo hice a una velocidad fantástica por temor a que se me olvidase. Como tuve que borrar en muchas ocasiono, y el trapo con que borraba se me caía de las manos, por tenerlas ocupadas con lo que antes os dije, opté, con pleno conocimiento de lo que hacía, por meterlo en el bolsillo. 

Esther.- !Ya sabemos que eres muy limpio! Sigue. 

Pedro.- A mi lo que me interesaba era el aprobado, ¿entiendes?. Pero nunca lo hubiera hecho, porque comenzó aquel hombrea gritar: "Mirarlo, mirarlo”. Toda la clase estaba asustada, y yo más asustado que la “clase toda”, pues no sabíamos qué significaba aque­llo. Y continúa: “ Mirarlo, mirarlo, como Newton distraído como Newton: este muchacho será un ge­nio!" (Ríen todos). 

Esther.- Si, un genio que no aprueba una. 

Pedro.- ¡Y que lo digas! Aquel hombre, desde entonces, me echó a perder. No cabe duda; ¡era un vidente! Bueno, estaba como una regadera. Figuraos que un día nos refería en clase que bahía ido en cierta ocasión a París a un Congreso Científico Internacional  -el tío sabia mucho, pero así estaba de loco, y que a la primera reunión lo dejó y volvió para aquí, porque “le lastimaban las botas”, y nos decía aquel día muy indignado: ¿Y quieren ustedes creer que abandoné el Congreso y que no se me ocurrió, “estando en un París”, comprarme otras?  (Nuevas risas). 

Alberto.- En efecto, era un caso de reclusión clarísimo. 

Esther.- Lo que es clarísimo es que basta ya de cuentos y me voy. Vine por un momento y lo prolongué demasiado. 

Pedro.- Yo voy contigo, Esther. 

Celia.- Esperad, voy a llamar a la máquina parlante, para que os abra la puerta. ¡María! (Entra María). 

ESCENA XII

MARÍA, PEDRO, CELIA, ESTHER 

María.- Aquí estoy, señorita. 

Pedro.- No había reparado untes en su magnificencia... ¿No dice usted nada?. 

María.- En presencia de la señorita no debo hablar, como no sea para preguntarle a usted con qué se come eso de la "magnificencia". 

Pedro.- Pues se come con Diccionario, preciosa. 

Celia.- Basta ya, María. Acompaña hasta la puerta a la señorita Esther. (Celia y Alberto comienzan aparte una conversación que parece importante). 

Pedro.- Yo también te acompaño, Esther, y hasta tu casa. Tengo que hablarte de algunas cosas. Esperaba el resultado de los exámenes, pero cono ya me lo figuro, vale más hacerlo antes. 

Esther.- Si es lo que yo me imagino, hazlo pronto, porque lo estoy deseando. 

Pedro.- ¡Qué contento me siento! Esta noche iré con mis amigos a darte serenata. (Van marchando hacia la puerta del fondo). 

Esther.- Cuidad que no haya jaleo entre Capuletos y Montescos. 

Pedro.- No, mi Julieta. Verás como Vuelan mis canciones al Compás del amor. 

Esther.- ¿Otra vez cinemanía? (Sale). 

María.- (Que va detrás da ellos) ¡Natural!, si es lo mismo que el Bocazas.

Pedro.- ¡Qué graciosa!. Pase usted Greta. Mi lema es: Paso a la juventud (María acepta la invitación y se adelan­ta, pero Pedro se interpone y con un gesto gracioso sale delante). 

ESCENA XIII

ALBERTO, CELIA 

Alberto.- Celia, me he quedado por lo que acabo de explicarte. 

Celia.- ¿Pero aún no te has convencido de que tú no sientes por mí otro amor que el cariño verdaderamente fraternal que nos ha unido siempre?. 

Alberto.- No lo sé, Celia; a veces creo que así es, otras... Mira, le odio, no lo puedo evitar. 

Celia.-  ¿A quién? Tú eres un loco, Alberto. 

Alberto.- No finjas, Celia; tú le quieres y además le admiras. Sé que ha estado aquí. Pedro decía que otro era el motivo de nuestro retraso y no mentía. Le hemos seguido los pasos. 

Celia.- No sé a quien te refieres. 

Alberto.- Sí, lo sabes. Él no te quiere. Para él eres en la cla­se otra alumna más. Cuando te habla se advierte muy bien que le eres indiferente. Habrá visto cientos de alumnas tan bonitas como tú. Pronto se irá a otro Centro de más importancia. Ahora se va al extranjero y quizás no vuelva más por aquí. Pueden trasladarle. Conocerá otras mujeres... 

Celia.- ¡ Basta! Vete, Alberto; no me hables así. Háblame como lo que eres para mí, como un hermano. 

Alberto.- (Que va saliendo) Te quiero, Celia, y no puedo hablarte de otro modo. 

Celia.-  Sí, me quieres mucho, pero no como tú crees; estás en un error. Temes perder una hermana y quizás el... 

Alberto.- Quizás qué..., Celia. Eres muy buena; si él te quisiera, y yo lo viese claro, si yo me convenciese, entonces... 

Celia.- Entonces ¿qué, Alberto?. 

Alberto.- Que te querría... como tú lo mereces... como tú lo has dicho... como un hermano. (Sale). 

ESCENA XIV

CELIA

Celia.-¡Qué alegría, Dios mío! (Mirando hacia arriba y con las manos entrelazadas). 

(Cae e1 telón)  

FIN DEL ACTO SEGUNDO

Entrada al acto tercero

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