María.-
No
lo sé, señorita; pero es para nosotros vieja historia, que
cuando salen al campo prometen volver tal día y vienen cuatro o
cinco días después; no debemos contar con ellos
hasta la próxima semana.
Celia.- Y a mí, como he de asistir a las clases, aquí me dejan contigo ¿A
quien cuento yo ahora mis cosas?.
María.- A mí puede la señorita decirme cuanto quiera y desahogar, que seré una tumba.
Celia.-
¿Tú una tumba? ¡Si estoy segura que estuviste, como siempre, escuchando!.
María.-
¡Jesús, que manía, señorita!; si no me entero de nada, ¿cómo voy a entender tantas cosas de
estudios,
lo de no sé qué teoría, eso de la tristeza china y...
(Suena
el timbre).
Celia.- Anda, anda, vete a
ver si son mis compañeros. Eres incorregible.
ESCENA VIII
ESTHER, CELIA, MARÍA
(Sale
María por la puerta del Fondo y vuelve con Esther)
Esther.- ¡Hola!,
Celia. ¿A que no te imaginas a quien encontré ahora tomando el
tranvía, cuando yo salía de él, precisamente?.
Celia.-A esa
pregunta te contesto con otra: ¿a que no sabes quien estuvo aquí
hace un momento?.
Esther.- Es fácil de
adivinar, estuvo e1 mismo a que yo me refiero, es decir...
Celia.- Espérate, no
hables. María, mira a ver si hay algo que hacer por la casa, y
cuando vengan Alberto y Pedro, el nuevo visitante, no necesitas
acompañarles hasta aquí, ¿me entiendes? Alberto conoce la
casa mejor quo tú, y con decirles donde estamos, es suficiente.
María.- Así lo haré,
señorita; tiene usted mucha razón; el señorito Alberto es en
la casa como de la familia, pero a mí me parece que el pobre...
¡con lo que a mí me gusta! Ya lo dice el vulgo: los que quiero
no me dan, y los que me dan no quiero.
Celia.-
María, te repito que, en mi presencia, no hables con nadie de
nada; ¿me has oído? ¡No dices más que tonterías e
incongruencias!.
María.- ¿Cómo ha dicho, señorita Esther? (Dirigiéndose
a Esther).
Esther.- In-con-gru-en-cias.
María .-.(María se encoge de hombros y sale par le puerta
lateral derecha, repitiendo:) In-con-gru-en-cias.
ESCENA IX
CELIA, ESTHER
Celia.- Cuando venga mamá tendrá que decidir con esta muchacha.
Sentémonos, Esther. (Se sientan).
Esther.-Quería decirte antes que supongo que haya sido tu visitante
don Rafael.
Celia.- El mismo.
Esther.- ¿Y con qué objeto te hizo la visita?.
Celia.- Pues para hablarme
del examen que hicimos ayer. ¿Y no te dijo qué puntuación
hemos merecido?.
Celia..- Tú, por lo visto,
no conoces a Don Rafael. De eso rien du
tout.
Esther.- Yo creo que aprobaré. ¿No te parece, Celia?.
Celia.- Así lo espero Tú
estudias bien, Esther. Por el contrario, Alberto y Pedro lo
pasarán mal.
Esther.- Desde luego; yo creo que tú obtendrás la máxima puntuación
y yo me conformo con aprobar, Alberto caerá en Latín y Física,
y Pedro no aprobará “ni una”, como acostumbra.
Celia.- Ya va siendo hora de
que terminemos, después de siete años de estudio continuo.
Esther.- Tú terminas el grado joven, Celia; aún no has hecho
los dieciocho años. Yo, en cambio, paso de los veinte.
Celia.- Esa no es edad, hija. Puedes tener la carrera a los
veinticuatro, y para una mujer, es una edad magnifica.
Esther.- El que no hará carrera nunca es Pedro, y lo siento
bien, porque yo entiendo que si estudiase...
Celia.- A ti te gusta Pedro, Esther, lo vengo notando hace tiempo.
Esther.- Confieso que sí; ¡si no fuese tan torpe!.
Celia.-
No es que sea torpe,
es un vago atroz; por lo demás revela mucho ingenio. Más bien
me parece un poco bruto por su brusquedad.
Esther.- Y
Alberto, ¿dejará de insistir contigo?.
Celia.- Alberto no me quiere. Cree él que es así, pero está en un
error. Yo no tengo hermanos, y él para mí lo ha sido desde la
más tierna infancia. Él no tiene hermanas, y yo he sido para
él, eso. ¡Cuánto daría porque él se convenciese! (Suena
el timbre). Pero callemos, porque ya están ahí. (Se
oye un murmullo de voces, como de discusión).
Esther.- Sí, deben
ser ellos.
ESCENA
X
ALBERTO,
CELIA
Alberto.-
(Que entra) ¿Qué hay, muchachas? Seguramente
estabais
hablando del gran examen que hicisteis ayer, porque estoy seguro
que lo habéis hecho.
Celia.-
Te equivocas, Alberto. Hablábamos de otra cosa; es más,
yo quisiera que eso no fuese hoy motivo de nuestra charla. ¿Y
Pedro?.
Alberto.-
No sé que lío tiene con María. Ahora vendrá. (Se
sienta) (Aparece Pedro en la puerta del fondo, de
espaldas a sus amigos).
ESCENA XI
PEDRO, CELIA, ESTHER; ALBERTO
Pedro.-
(Airado). Es usted muy inteligente, encanto. (A la
criada, que queda dentro)
Vous avez l´air très intelligente.
Celia.-
Pero ¿qué te pasa, Pedro? ¡La primera vez que vienes a mi
casa y entras riñendo!.
Pedro-
Pues que tienes una doncella que vale lo que pesa. Nos abre la
puerta y dice “¡Hola!, señorito Alberto”. Le digo yo: “¿
Y a mí, qué?” “A usted también ¡ hola!”. Y continúa:
“Claro está, usted es .el mismo, no cabe duda, y por su culpa
he insultado, hace un momento, a un señor, al parecer, muy
respetable. Si le viese a usted antes no me habría equivocado,
porque tene cara de eso...”. “¿De qué, le dije yo,
idiota?”. Y añade: De eso, ¿no se ha mirado nunca al
espejo?. De una persona así hay que esperarlo todo. Dígame lo
que quiera, que usted no dirá otra cosa que y me larga
la siguiente palabrita descoyuntada –“in-con-gru-en-cias”.
(Risas de los amigos). El resto del accidente ya
lo habéis oído, se lo dije hasta en francés.
Celia.- Pero si no entiende el castellano, ¿cómo
va a comprender el francés?.
Pedro.- Sí, lo entiende,
al menos lo de intelligente sí, lo comprende, porque
como se escribe intelligente...
(Risas).
Esther.- ¡Eres una eminencia, Pedro! ¿Y
cómo habéis tardado tanto?.
Pedro.- Alberto os lo contará, si lo estima necesario.
Alberto.- Estuve soportando a este romántico, que me hizo la
lectura de unos párrafos suyos, que él dice literarios. Vosotras ignoréis que ahora le da por escribir.
Pedro.- Bueno, discúlpate conmigo, si quieres; no obstante, hubo
otras razones también.
Alberto.- Cállate y no inventes. Apelo a este testimonio.
(Le
saca a Pedro del bolsillo un papel).
Pedro.- No seas así,
Alberto.
Esther.- ¡Que
se lea! ¡Que se lea!.
Celia.- No creo, Pedro, que debas oponerte.
Pedro.- Accedo. Que lo lea, pero con buena vocalización y
entonación mejor, porque ya sabéis que Alberto lee mal.
Alberto.- (Disponiéndose a leer). Es un trozo de una
novela de aventuras. Escuchad: (Leyendo) El
hombre y el monstruo
buscaba en El refugio de Los tres lanceros bengalíes
las
Cinco cunitas que La hiena ocultaba del Pimpinela escarlata, quien con El
hacha justiciera vengó Los crímenes del Museo
cometidos por FuManchú, inspirador de Las peripecias de Paulina
y cómplice de La mano que aprieta.
Esther.- Qué grande eres!. (A Pedro) ¡Pero eso
perece un catálogo de películas!.
Celia.- Pedro, eres un "cínico".
Pedro.- ¿Qué es eso de "cínico"?.
Celia.-
¡Hombre!, quiero decir amante del cine.
Pedro.- Entonces dirás
"cinemáfilo", me conformo con esto; pero vosotros, que no tenéis educación, resultéis Los
tres cerditos.
Alberto.- Lo que tú
quieras. Anda, déjame que les lea esos parrafitos de la otra
novela. Habéis de saber (Dirigiéndose a ellas) que las produce
“en serie”.
Pedro.-. Como no sé
que hacer, pues...
Esther.- Claro, lo
que el hijo de Dumas, que no sabiendo que hacer, hizo
literatura.
Pedro.- Y, sin
embargo, escribió La Dama de las Camelias.
Esther.- ¿Y
qué piensas escribir tú?.
Pedro.- Algún día me admiraréis. Veréis
como esto (saca otro papel) leído por mi, os
gustará más. (Se sienta) (Lee) “Apenas habían
transcurrido cinco días de la catástrofe antedicha cuando una
voz se levantó en aquellas pobres islas, para conjurar, con su
espléndido consejo, el peligro que se cernía sobre los
desventurados habitantes de tan desérticos parajes. Los más
variados donativos llegaron de todas las partes del mundo, para
aliviar la apremiante necesidad de aquellos que pasaban por una
situación tan precaria”. (Deja de leer) ¿Qué
tal suena esto?.
Esther.- Esto
está ya bastante mejor.
Celia.- Muchísimo
mejor.
Alberto.- He de
advertiros que cuando escribe no guarda orden cronológico; por ejemplo, la catástrofe que él
dice antedicha, aún no sabe qué va a ser.
Esther.- ¿Y cómo
lo piensas arreglar, Pedro?.
Pedro.- Eso, para vosotros, que sois
materia o energía, sería complicado; para mí resulta facilísimo,
pues a los artistas nos han hecho de una substancia llamada
estilo.
Celia.- Yo
desearla averiguar cómo tu estilo inventa una
catástrofe.
Pedro.-Yo haría ara
descripción espeluznante, pongo por caso, de un desbordamiento del río Amarillo, que empieza a tragarse chinos, chinos, chinos y así hasta
veinte o treinta mil, como quien pone garbanzos a remojo.
Esther.- Temo que tal catástrofe no produzca emotividad alguna en tus
lectores; las cosas ordinarias no emocionan. De todos modos eres
fantástico y de ahí explico yo tus famosas intervenciones en clase.
Alberto.-
¿No le habéis oído el último día de clase con don Rafael?.
Pedro.-
Siempre me echáis eso en cara, y un día voy a exigiros seriamente que me expliquéis cuales son "esas
mis famosas intervenciones".
Celia.-
Yo me comprometo, Pedro, a que todos nosotros, en menos de unos
segundos, podemos recordarte algunas de tus ingeniosas
contestaciones. Y lo vamos a hacer cada uno por separado.
Pedro.-
Pues tú vas a ser la primera, sabihonda.
Celia.- Cierto día, en
clase de Física con el antecesor de don Rafael, un pobre viejo
que sabía muy poco y lo poco muy anticuado, era preguntado un
tal Pedro Menéndez sobre la lección que llevábamos, que recuerdo
perfectamente era de Termología y precisamente:
"Dilatación". El profesor dijo el la citado Pedro:
"Díganos usted ejemplos de dilataciones por la acción del
color”. El interesado respondió:
“Sí, señor, por ejemplo: los días son más largos en
verano que en invierno".
(Todos ríen).
Pedro.- (Muy
indignado) Eso no es cierto.
Celia.- Tú
dirás lo que te plazca, pero esto ha ocurrido.
Esther.- Ahora me
corresponde a mí. Con el mismo profesor teníamos un día señalada
la lección de "Enrarecimiento de gases”. Se hace salir
al encerado al señor Menéndez, aquí presente, para que dibuje
la máquina neumática. Cuando se levanta, me dice a mí, que
estaba a su lado: “No sé una palabra". Yo le contesté
en broma: "Acuérdate de Carreño". Efectivamente,
llega a la pizarra y dibuja un cajón. El profesor le pregunta:
"¿Pero dónde está el aparato que le ordené
dibujase?" Y
Pedro, que se tomó mi consejo al pie de la letra, responde:
“Está dentro del cajón, don Marcelino. ¿No ve usted que le
he puesto Frágil para que no se rompa esa campana de
cristal que usted dijo llevaba toda lo máquina"
(Nuevas
risas).
Pedro.- Esto
tampoco es vedad. Queréis burlaros de mí.
Esther.- Lo
que acabo de contar es auténtico.
Alberto.- ¿Me ha
llegado el turno? Pues allá va.
Era en clase de Filosofía. El catedrático pregunta a
Pedro qué opiniones conoce sobro la génesis de la conciencia
moral. Como la clase la teníamos a la seis de la tarde, y Pedro
había estado jugando hasta dicha hora, como siempre, a las
siete y media, no tenía la idea más remota sobre lo que se le
preguntaba, e inventó una verdadera leyenda, y camelo tras
camelo fue diciendo barbaridades. Todos estábamos con un pánico
indescriptible, pues se produjo una escena, verdaderamente
violenta, cuando el catedrático, indignadísimo, le pregunta en
donde había leído seme disparates. Pedro insistía, sosteniendo que los había leído en un autor. E1 profesor
vuelve a la carga, y le dice que inmediatamente le diga el
nombre de tal autor. Pedro no tenía, ni creo que tenga hoy,
conocimiento alguno de los filósofos, y no podía, por tanto,
dar un solo nombre, pero se conoce que tenia la baraja en la
cabeza, y sin inmutarse contesta: “Lo lei en el Heraclio
Fournier". (Grandes risas).
Pedro.- Exacto, si señor. Pero es que aquella tarde, el as de
oros me estropeó muchas veces las siete y media, y tenía yo
metido en la cabeza eso de "Naipes Heraclio Fournier -
Vitoria”. ¡Este hombre fue mi salvación!.
Esther.- ¿Cómo tu salvación, fresco?
¿No te dijo nada el catedrático?.
Alberto.- En aquel momento, no; se lo
dijo en el mes de Mayo.
Pedro.-
Pues ahora os voy a referir,
yo mismo, una cosa que me
ocurrió en clase de Matemáticas y que vosotros ignoráis, porque esto ocurrió hace muchos años. Claro,
ahora somos compañeros porque, como corréis tanto, os habéis adelantado.
Esther..- ¿No será que tú te has retrasado tanto, tanto...?.
Pedro.-
Temo que sí. Pero vamos al sucedido. El profesor de
Matemáticas había explicado en Trigonometría las fórmulas
generales de resolución de triángulos oblicuángulos. Nos dijo
que al día siguiente las exigiría y que aquel que no las
conociese perfectamente, podía considerarse suspenso. Yo me metí
por ellas hasta que las retuve en la memoria. No las entendía
ni más ni menos. Me las aprendí tal como las puso en el encerado, y
no debo deciros, porque lo supondréis, que fui yo el llamado a la pizarra al otro día. Salí un
poco nervioso.
Esther.-
¡Qué raro!.
Pedro.- Sí, un poco raro. Llevaba en la mano izquierdo el
programa y los apuntes, que no abandoné aquel día. Llené la pizarra una y dos veces; no expliqué ni una
palabra, y todo lo hice a una velocidad fantástica por temor a que se me olvidase. Como tuve que borrar
en muchas ocasiono, y el trapo con que borraba se me caía
de las manos, por tenerlas ocupadas con lo que antes os dije, opté, con pleno conocimiento de lo
que hacía, por meterlo en el bolsillo.
Esther.- !Ya
sabemos que eres muy limpio! Sigue.
Pedro.- A mi lo que
me interesaba era el aprobado, ¿entiendes?. Pero nunca lo
hubiera hecho, porque comenzó aquel hombrea gritar: "Mirarlo, mirarlo”. Toda la clase estaba asustada, y yo más
asustado que la “clase toda”, pues no sabíamos qué significaba aquello.
Y continúa: “ Mirarlo, mirarlo, como Newton distraído como
Newton: este muchacho será un genio!"
(Ríen
todos).
Esther.- Si,
un genio que no aprueba una.
Pedro.- ¡Y que lo digas! Aquel hombre, desde entonces, me echó a perder. No cabe duda; ¡era un vidente! Bueno,
estaba como una regadera. Figuraos que un día nos refería en
clase que bahía ido en cierta ocasión a París a un Congreso Científico Internacional
-el tío sabia mucho, pero así estaba de loco, y
que a la primera reunión lo dejó y volvió para aquí, porque “le lastimaban las botas”, y nos decía aquel día
muy indignado: ¿Y quieren ustedes creer que abandoné el Congreso y que no se me ocurrió, “estando en
un París”, comprarme otras? (Nuevas risas).
Alberto.- En efecto, era un caso de reclusión clarísimo.
Esther.- Lo que es clarísimo es que basta ya de cuentos y
me voy. Vine por un momento y lo prolongué
demasiado.
Pedro.- Yo voy
contigo, Esther.
Celia.- Esperad, voy a llamar a la máquina
parlante, para que os abra la puerta. ¡María! (Entra María).
ESCENA XII
MARÍA, PEDRO, CELIA, ESTHER
María.- Aquí
estoy, señorita.
Pedro.- No había
reparado untes en su magnificencia... ¿No dice usted nada?.
María.-
En presencia de la señorita no debo hablar, como no sea para preguntarle a
usted con qué se come eso de la "magnificencia".
Pedro.-
Pues se come con Diccionario, preciosa.
Celia.- Basta ya, María. Acompaña hasta la puerta a la señorita Esther.
(Celia y Alberto comienzan aparte
una conversación que parece importante).
Pedro.- Yo también te acompaño, Esther, y hasta tu casa. Tengo que hablarte de algunas cosas. Esperaba el
resultado de los exámenes, pero cono ya me lo figuro, vale más
hacerlo antes.
Esther.-
Si es lo que yo me imagino, hazlo pronto, porque lo estoy deseando.
Pedro.- ¡Qué
contento me siento! Esta noche iré con mis amigos a darte
serenata. (Van marchando hacia la puerta del fondo).
Esther.- Cuidad que no haya
jaleo entre Capuletos y Montescos.
Pedro.- No, mi Julieta. Verás como Vuelan
mis canciones al Compás del amor.
Esther.- ¿Otra
vez cinemanía? (Sale).
María.- (Que
va detrás da ellos) ¡Natural!, si es lo mismo que el Bocazas.
Pedro.- ¡Qué graciosa!. Pase usted
Greta. Mi lema es: Paso a la juventud
(María acepta la
invitación y se adelanta, pero Pedro se interpone y con un gesto gracioso sale
delante).
ESCENA XIII
ALBERTO, CELIA
Alberto.- Celia, me
he quedado por lo que acabo de explicarte.
Celia.- ¿Pero aún
no te has convencido de que tú no sientes
por mí otro amor que el cariño verdaderamente fraternal que
nos ha unido siempre?.
Alberto.-
No lo sé, Celia; a veces creo que así es, otras...
Mira, le odio, no lo puedo evitar.
Celia.-
¿A quién? Tú eres un loco, Alberto.
Alberto.- No finjas, Celia; tú le quieres y además le admiras. Sé
que ha estado aquí. Pedro decía que otro era el motivo de
nuestro retraso y no mentía. Le hemos seguido los pasos.
Celia.-
No sé a quien te refieres.
Alberto.- Sí, lo sabes. Él no te quiere. Para él eres en la clase
otra alumna más. Cuando te habla se advierte muy bien que le
eres indiferente. Habrá visto cientos de alumnas tan bonitas
como tú. Pronto se irá a otro Centro de más importancia.
Ahora se va al extranjero y quizás no vuelva más por aquí.
Pueden trasladarle. Conocerá otras mujeres...
Celia.- ¡ Basta!
Vete, Alberto; no me hables así. Háblame como lo que eres para
mí, como un hermano.
Alberto.- (Que va saliendo) Te quiero, Celia, y no puedo hablarte
de otro modo.
Celia.- Sí, me quieres
mucho, pero no como tú crees; estás en un error. Temes perder
una hermana y quizás el...
Alberto.- Quizás qué..., Celia. Eres muy buena; si él te
quisiera, y yo lo viese claro, si yo me convenciese, entonces...
Celia.- Entonces ¿qué, Alberto?.
Alberto.- Que te querría... como tú lo mereces... como tú lo has dicho... como un hermano. (Sale).
ESCENA XIV
CELIA
Celia.-¡Qué alegría, Dios mío!
(Mirando hacia arriba y
con las manos entrelazadas).
(Cae e1 telón)
FIN
DEL ACTO SEGUNDO

Entrada
al acto tercero