Escena  7ª

Julia.- Que Dios te oiga, querido primo. Me han hecho salir de la habitación y allí se quedaron los tres médicos. Por las preguntas y comentarios que hizo mister Wood, así como por su manera de describir las fases por las que pasó la enfermedad del niño, en todo lo cual acertó plenamente, me parece que hemos puesto al enfermo en unas manos muy expertas al servicio de una inteligencia privilegiada. ¡Si la Virgen quisiera!... 

Lola.- ¡Y lo querrá, señoriota!

Doña Carmen.- ¿Y por qué dudarlo, Julia? Sabes cuantas veces nos ayudé y no ha de abandonarnos ahora que tanto la necesitamos. Me voy con Lola y aquí quedas con Armando el tiempo que dure esa junta de médicos. ¡Que Dios los ilumine!.

 (Sale con Lola)

Escena  8ª

Armando.- Debes tener esperanzas, pues hoy la Medicina está en posesión de los más variados secretos en el arte de curar. Si a esto le añades la clara inteligencia de tan renombrado doctor, convendrás conmigo en que hay que sentirse optimistas.

Julia.- ¡A veces lo veo tan difícil! En otras ocasiones, víctima de prolongado insomnio, sólo creo que tratan de arrancarme esta felicidad que dulcificó mi vida, desde que Carlos y yo comprendimos que, de dos grandes penas, puede surgir una dicha tan completa y un goce tan exquisito que motive, Armando, que yo me imagine que fuese demasiado para la tierra.  (Se sienta).

Armando.- Tú te lo mereces. Carlos es muy bueno contigo, pero creo que a cualquier hombre eres capaz de caldearle el espíritu, santificar su alma y purificar su corazón.

Julia.- Exageras un poco. Siempre me has concedido categoría casi de santa. ¡No es para tanto!. Además lo dices una y otra vez con ese lenguaje poético que tanto me conmueve. ¿Sigues tan aficionado a la poesía?.

Armando.- A la poesía y a la música. Ésta provoca, en los que la sentimos de verdad, estados de ánimo que nadie tratará de definir, porque no podría lograrlo. Es un lenguaje de almas. Para un lírico alemán, "aliento de estatua... acaso". La poesía es afirmación. Por eso se dijo que toda alma escéptica queda excluida de ella. Poetas, de veras, lo son muy pocos. Yo hago versos muy malos, pero tengo algo de poeta; por ejemplo, conservo siempre la visión normal de las cosas y, sin embargo, adivino muchas veces el porvenir y lo contemplo de un modo luminoso. Yo sabía que Carlos te haría feliz y por eso recordarás que mis versos te anunciaron...

Julia.- Que conocería a un hombre que, sufriendo tanto como yo, vendría a traerme encendida la antorcha del olvido. ¿No era una cosa así? ¡Eras tan joven cuando los escribiste!.

Armando.- Y son los versos tan poco si uno los escribe joven!, decía Rilke. Se debía aguardar, según él, a recoger sentido y dulzura una vida entera, pues los versos no son hijos, como creen algunos, de profundos y solemnes sentimientos; son más bien delicadas experiencias.

Julia.- ¿Y con muchos recuerdos no pueden hacerse unos buenos versos? Te hago esta pregunta no sé por qué; escucho tus palabras y no las saboreo porque no puedo detenerme en pensarlas, pues de mi imaginación no se aparta ni un solo segundo mi precioso pequeño.

Armando.- Quiero distraerte con mis cosas. En tu rostro se pinta una grave intranquilidad y trato de hacerte estos momentos menos crueles. Permíteme continuar. Me decías si con muchos recuerdos se podían hacer unos buenos versos y yo te contesto que no basta tener recuerdos. Para ese gran poeta, que antes te cité, hay que saber olvidarlos cuando son muchos. "Es posible que surjan de ellos algunos versos, pero sólo cuando se han hecho sangre en nosotros, mirada y gesto, sin nombre ya y sin distinguirse de nosotros mismos".

Julia.- ¿Y llegaste a terminar aquel soneto que comenzaste un día, aquí en casa? Me leíste su primer cuarteto cuando yo llegaba de la iglesia aquella tarde... ¡tan lejana!.

Armando.- Ese soneto será algo así como "la sinfonía incompleta". Podremos titularle "el soneto inacabado".

Julia.- No pasaste de ese primer cuarteto. ¿Lo recuerdas?.

Armando.- Razones muy poderosas me impedían terminarlo. No debía continuar. Lo recuerdo. Quiero recordarlo..., decía..., decía

Disgusto me produjo tu tardanza

y abandoné la casa con tristeza,

temo perder a veces la cabeza

en un ciego querer sin esperanza.

 Julia.- Pues es una pena, porque esto me parece bueno; pero, querido primo, estoy muy nerviosa y no puedo esperar el aviso que me han prometido. (Se levanta). Agradezco mucho tus buenas intenciones. He observado que has puesto todo tu ingenio en conseguir que olvidase un poco mis horribles preocupaciones. No puede hacerte daño que, a fuer de sincera, te diga que, si bien te escuchaba, no estaba realmente presente en nuestra conversación. Este hijo, que cada día que pasa en ese estado, es una trágica pesadilla para mí, acapara hasta lo más profundo de mi atención... ¡Cómo lo quiero, Armando! ¡Se ha hecho realidad en mí aquella frase de Carlos! ¡Sólo es único el amor de madre!. Me voy, porque deseo saber pronto si se salvará.

Armando.- Todo lo que me dices lo comprendo perfectamente y estimo, en su justo valor, tus sensatas palabras, tan llenas de cariño hacia tu querido hijo. ¡Que nuestros ardientes deseos se vean coronados por el éxito!. Adiós, Julia.

Julia.- Hasta luego, Armando.

(Sale Julia)

Escena  9ª

Armando.- (Se pasea nervioso) Mi pobre prima tiene una excitación nerviosa que comienza a preocuparme. Su salud está en peligro. Mi tía tiene razón. ¡Cuando se teme a una gran desgracia, parece que su presencia invisible nos escolta a todas horas!. (Sale).

Escena  10ª

Lola.- Perdóneme usted, señorito Armando, si hago pasar aquí a esta señorita que pretende de Don Carlos una consulta, al parecer, de larga duración. Yo le he dicho que no podía llevarla a la clínica porque el señor no puede hoy recibir a nadie. Ella insiste en verle para que el doctor le conceda una hora fuera de las ordinarias de consulta, y me rogó que la permitiese entrar, ya que sólo cambiaría con Don Carlos las indispensables palabras para conseguir sus propósitos. Yo accedí a su petición porque esta señorita es tan vehemente en sus ruegos,que más son órdenes terminantes que otra cosa.

Armando.- Está bien, Lola. Puede esperar esta señorita unos momentos. Cuando mi primo tenga a bien personarse en esta sala, que será quizás muy pronto, tendré el gusto de presentarle a la señorita...

Lola.- Dolores Varela. ¿Verdad, señorita?¿No mee ha dicho usted así?.

Dolores.- Efectivamente, ese es mi nombre.

Armando.- Encantado de conocerla y tendré el gran placer de acompañarla hasta que mi primo aparezca por aquí. Lola, puede usted retirarse. Señorita, tome usted asiento. (Indicándole un sillón)

Lola.- Está bien, señorito. (Sale)

Escena  11ª

Dolores.- Es usted muy amable. Mil gracias por su atención. No sabe lo que se lo agradezco. No quiero nunca estar sola. Soy un cerebro débil, mi espíritu vive continuamente agitado. (Acercándose mucho a Armando y en voz más baja). Creo en la telepatía, en los videntes y en la importante influencia del medium.  (Levantando la voz y paseándose agitada). Me pasan cosas muy raras y quiero consultar con Don Carlos, que dicen que es un prestigioso psiquiatra.

Armando.- ¡Caramba! ¡Caramba! Muy interesante y sugestivo. Cuente, por favor, cuente. Ésas don para mí deleitables narraciones.

Dolores.- Atravieso una crisis de ansiedad que me atormenta.

Armando.-  ¿Ansia de qué, señorita?

Dolores.- De que se me explique, por ejemplo, por qué razón las cartas de mi madre y las mías se cruzan siempre, y por qué nos escribimos los mismos días y a las mismas horas.

Armando.- ¡Ay,  qué gracia! Porque ustedes así lo han convenido.

Dolores.- No, por cierto. (Excitada y acercándose a  Armando). Son transmisiones del pensamiento a distancia. Yo tengo un poder excepcional. Cuando voy a la capital a visitar a mi tía Amalia, lo que hago sin avisarla, siempre me la encuentro en la estación esperándome. Ante mi sorpresa, ella me dice que le daba el corazón que yo llegaba en ese tren, que el día anterior a las diez de la noche, pensó de pronto que yo llegaría al día siguiente. Le advierto a usted que esos pensamientos de mi tía coinciden exactamente con la hora en que yo decido mis viajes.

Armando.- ¡Es extraordinario! Pero no me sorprende, porque yo conozco cosas mucho más misteriosas.

Dolores.- ¿Avisos a la muerte, acaso?.

Armando.- Sí, señorita. ¡A las muerte! Yo conocí a un señor que en cierta ocasión, al pasar por delante de una camisería, dijo al dueño del establecimiento, que estaba en la puerta: "Yo me voy. ¿Viene usted?". El interpelado, que no le trataba, guardó silencio y no comprendió el motivo de la pregunta. A las dos horas se enteraba de la muerte de aquel sujeto, y una hora después fallecía él también.

Dolores.- ¿Y usted cree que eso puede producirme a mí alguna impresión? Yo he recibido avisos dados por moribundos en el momento de su muerte. Golpes en las puertas y cristales, alborotos espantosos, aullidos de perros, hasta visiones de las propia persona que venía a decirme adiós.

Armando.-  Se ve que usted trata gente muy atenta y de corrección exquisita. El moribundo, al evadirse de la vida, debe informar a usted de su próxima desaparición. ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! .

Dolores.- Personas que no olvidan las fórmulas de cortesía ni aun en la hora del tránsito ineludible. Que dan una provechosa lección a otros que, llenos de vida, las ignoran por lo visto.

Armando.- ¡Señorita! Yo no me burlo de usted. Sólo lamento no tener esa visión clara y precisa del futuro, tan necesaria hoy para andar por el globo terráqueo. Creo que usted misma, el día que le llegue la hora, irá a casa del médico a recoger su propio certificado de defunción. ¡Será muy original el caso!: "¡Señor doctor, vengo yo, la interesada, a visar mi pasaporte para el otro mundo".

Dolores.- ¡Qué gracioso! ¡Cómo se equivoca si lo considera imposible! ¿No quiere usted creer en mi capacidad receptora? Me es igual. ¡Ya lo sabía! Ayer noche tomé la determinación de visitar a este reputado médico. Tuve una idea fija en el cerebro, que no me permitió conciliar el sueño. Era que iba a ocurrirme en estos momentos, lo que me está sucediendo precisamente, Un hombre que se interpone entre el médico y yo, pero que se enamora de mí perdidamente. ¿Está claro?... ¡Sí, hombre!... ¡No se asuste!... ¡No se ruborice!... ¡No me mire con esos ojos!... ¡Después de todo, lo vemos en el cine diariamente!... ¡El flechazo!... ¿Lo entiende usted?...

Armando.-  (Asustado). La verdad... yo... yo no sé qué decirle... Temo a ese poder excepcional que usted... ¿Será cierto lo que usted dice?... Y si es así, si yo me interpuse entre usted y mi primo, ¿qué esperamos aquí?... Ya no debe  consultar. Lo ha querido así el Destino. Vámonos y yo las acompañaré a su casa con mucho gusto.

Dolores.- Tiene usted razón. No necesito médico. Pero usted no me llevará a casa. Yo no tengo casa. Vivo con otros y con otras que tienen el mismo poder que yo. Me escapé. He conseguido huir para ver a este gran doctor, y ahora... ¡ja, ja, ja!.  (Entra Lola).

Escena  12ª

Lola.- Señorito Armando, dos hombres preguntan por la señorita.

Dolores.-  (Muy nerviosa y airada) ¡Sí, son los de siempre! ¡Vienen por mí! ¡Fui una tonta cuando dije al Emperador que venía a esta casa!.

Armando.- Si usted quiere, la acompañaré.

Dolores.- Sí, venga usted. Puede quedarse una temporada en nuestro confortable hotel. Le sentará muy bien. ¡Vamos!. (Sale con Armando, al que coge por una mano).

Escena  13ª

Lola.- ¡Pobre chica! ¡Está como una regadera! ¡Cómo engañan las apariencias! ¡Qué pena! ¿Quién se lo iba a imaginar? ¡Las tonterías que dijo al señorito Armando! Me duelen los riñones de tanto mirar por el ojo de la cerradura. ¡Qué barbaridades dicen estos inocentes! Me voy a la cocina corriendo, tengo que ganar el tiempo perdido. ¡Jesús, qué cosas se oyen y qué miedo voy a tener esta noche! ¡Si no la hubiera dejado pasar, me mata! ¡Qué horror!. (Sale)

Escena  14ª

Carlos.- Pase, doctor, aquí podremos hablar y comentar el enorme triunfo obtenido por usted. ¡Es maravilloso!.

Mister Wood.- No me extraña que la enfermedad del niño les alarmase. Parece grave por los síntomas que la acompañan. Esa ligera temperatura con los vómitos y mareos aparece en tantos casos que desconcierta al médico no especialista. Y por añadidura ¡tantos reflejos!...

Carlos.- En principio se creyó que sería un ataque de acetona. Se temió más tarde a la meningitis y estuvo a punto de hacérsele la punción lumbar.

Mister Wood.- Pues ya ve usted que mi diagnóstico no dice nada de eso. Es una oxiurasis clarísima, a mi juicio. La prueba es que con las inyecciones de bismuto y los calomelanos  se produjo, casi instantáneamente, como usted ha podido comprobar, una fantástica mejoría.

Carlos.- ¡Y pensar que estuvo aquí un compañero que quería aplicarle la penicilina e incluso me habló de darle alguna inyección de aceite alcanforado!.

Mister Wood.- Un total fracaso dicho tratamiento. Además, en muchos casos, me refiero a otras enfermedades de la infancia, no está indicado el aceite alcanforado y sí el cardiazol. También debo manifestarle que muchos médicos, cuando aplican la penicilina y otros medicamentos en los niños, lo hacen siempre con tal temor que dosifican muy bajo, porque en realidad, no están seguros en el tratamiento.

Carlos.- ¡Qué acierto tuvo usted y qué visión más clara de la enfermedad! Mi mujer y don Gregorio están locos de alegría. Yo siento una inefable dicha que no puedo traducir en palabras. Mister Wood, seré para usted, desde hoy, un incondicional servidor y, si me lo permite, su mejor amigo. La vida de mi hijo le pertenece; es más, para mí, todo estaba perdido  y usted ha hecho el milagro. ¿Cómo pagar a usted la salvación de mi hijo?.

Mister Wood.- No hay que exagerar las cosas, amigo Carlos. Es nuestra fundamental obligación. Salvar el cuerpo como otros salvan el alma. Es nuestro primordial deber. En cambio a mí me salvó la vida alguien que no tenía tal obligación y que pagó muy caro su valeroso gesto, tan magnánimo como heroico y glorioso. Yo fui soldado durante esta última guerra, que no sé, si por mucho tiempo, será "la última".

Carlos.- ¡Es triste reconocerlo, pero abundan los motivos para sentirse pesimistas!.

Mister Wood.- Formé parte de una división de paracaidistas. Una noche volamos sobre la Francia ocupada. Una misión muy difícil nos había sido confiada. estamos encima del objetivo. Los que fuimos designados para ello nos lanzamos al espacio. Ninguno estaba seguro de salir bien de la empresa. Yo tomé tierra en un hermoso vergel. Mis compañeros no aparecen al alcance de mi vista. Espero las primeras luces del amanecer. Veo, bastante lejos, una casa de campo. Me arrastro hacia la puerta y llamo con verdadero miedo. Abre una mujer de una belleza poco común y con un aspecto de buena que me da valor para formular una pregunta que, más tarde, volvería a repetir, obteniendo también la misma digna respuesta. El emocionante diálogo se desarrolló así: - Soy un soldado americano. ¿Puedo ocultarme aquí?.

Carlos.- (Muy nervioso) Sí, naturalmente.

Mister Wood.- (Distraído, parece no darse cuenta de las palabras de Carlos y continúa hablando) Entré en aquel hogar que me pareció lleno de paz, de armonía, de una tranquilidad que yo iba a turbar. El marido se levanta de la cama y en seguida aparece un niño, en pijama, vivaracho, simpático, y que me mira muy sorprendido. Yo no digo nada. El matrimonio cambia unas palabras y me dicen que tendré que esconderme dentro de un armario.

Carlos.- (Con voz emocionada y aparte) ¡El de la cocina!..., ¡grande!..., ¡muy grande!..., ¡con tela metálica por la parte de arriba..., ¡azul pálido!...

Mister Wood.- (Que parece continuar distraído) Entonces, recuerdo muy bien que la madre dijo al niño...

Carlos.- (En voz alta y muy excitado) Carlos, recoge las cosas del armario y llévalas a la despensa.

Mister Wood.- (Nervioso) ¡Eso!..., ¡exactamente!..., ¡eso! ¿Cómo lo sabe usted, Carlos?... ¡Carlos!... ¡Carlos!... ¿Será posible?... ¡Ya comprendo!... ¡Carlos!. (Se abrazan con mucha emoción).

Carlos.- El mismo. ¡Dios mío, qué cosas tiene la vida!.

Mister Wood.- ¡Debí adivinarlo antes!. ¡Los gestos de su cara al escuchar el relato!... Carlos, todos los músculos de su rostro acusaban el efecto de mis palabras. Es monstruoso afligirse con tan tristes recuerdos. Perdóneme usted, pero también mi alma, evocando esta emocionante historia, se contrae siempre dolorosamente. Hoy, un fondo de alegría se instala sobre la aversión que me inspira el recuerdo de aquellos duros momentos, y es, amigo Carlos, haber tenido la dicha de encontrar al querido hijo de aquella buena mujer, aquella santa mujer, que se vio condenada por mi culpa a sufrir amarguras y tormentos, a una vida de angustia que...

Carlos.- Por favor, mister Wood, no continúe usted. El terrible espectáculo de la muerte de mi padre, de su fusilamiento por acoger en su casa a un soldado americano, ha sido tan horrible para mí, que una parte de mi vida transcurrió al margen de mi conciencia, con pérdida de la voluntad, convertido en fugitivo del propio destino. Después Julia y ese diablillo, que tanto nos preocupó, han transformado en luz la oscuridad de mi existencia. Pero me mortifica todo lo que sea revivir aquel odioso pasado y, sin embargo, ¡cómo agradezco sus cariñosas palabras!. (Se sienten voces próximas) No hablemos más de ello... Alguien se acerca. 

(Entran don Gregorio, Julia y doña Carmen)

Escena  15ª

Julia.- Carlos, el niño sigue bien. Ya nos conoce y se sonríe. Es encantador observar con qué rapidez se recupera. ¡Que Dios bendiga a mister Wood que tanta alegría nos proporciona!. Hemos contraído con usted una deuda de gratitud eterna.

Mister Wood.- Una ligera aportación, Julia, en el "haber" de una cuenta que tiene un "debe" que no se saldará jamás.

(Carlos y doña Carmen hablan aparte)

Julia.- No le comprendo.

Mister Wood.- Así es mejor. ¿Y don Gregorio, está satisfecho?.

Don Gregorio.- Creo que va siendo hora de que me sonría la suerte. Ya soy viejo para luchar.

Mister Wood.- ¡No tiene usted edad para expresarse así!

Don Gregorio.- Se siente uno joven o viejo según las circunstancias concurrentes en ciertos momentos de nuestra existencia. A veces, cuando llega lo bueno, lo más deseado, aquello que fue constante anhelo nuestro, llega a través de un camino tan áspero, tan lleno de obstáculos, que nos falta la vitalidad precisa para celebrarlo con la alegría que tal felicidad demanda. Dice un antiguo proverbio. "Cuando la casa está terminada, llega la muerte".

Julia.- ¡La muerte!... No diga usted cosas tristes, padrino.

Don Gregorio.- Si no es la muerte es algo que nos acerca a ella. La caída ineludible..., el agotamiento..., el principio del fin.

Doña Carmen.- ¡Qué atrocidad!, don Gregorio. ¡No hable de eso!. Debemos estar contentos. ¡Todo saldrá bien con la ayuda de Dios!. A comer, que la mesa está dispuesta.

Don Gregorio.- Lo que usted quiera, doña Carmen.

Julia.- Sí, vamos mister Wood, hoy nos honrará sentándose a la mesa con nosotros.

Mister Wood.- Muchas gracias. El honor es para mí.

(Entra Armando)

Escena  16ª

Carlos.- Aquí llega Armando. ¿Dónde estuviste, simpático primo?.

Armando.- Corriendo una aventura muy peligrosa. Creí que también era yo encerrado. ¡Qué apuros pasé! ¡No sé que las doy que las pongo más locas...! Os lo contaré durante la comida y os vais a reír un rato. ¡Qué condenada! ¡Me presentó al Director como un paciente!.

Don Gregorio.- Cuestión de faldas, seguramente. ¡Alguna nueva conquista!

Julia.- No lo dudo, pero Armando es de los que no se enamoran.

Armando.- Tiene mucha razón Julia. ¡Jamás estuve enamorado!. (Salen todos menos Armando que se queda retrasado y dice, hablando consigo mismo)  ¡Nunca lo sabrás, querida prima!... ¡Una sola vez..., una sola vez!.

(Cae el telón)

Fin de la obra

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