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Julia.-
Que Dios te oiga, querido primo. Me han hecho salir de la
habitación y allí se quedaron los tres médicos. Por las
preguntas y comentarios que hizo mister Wood, así como por su
manera de describir las fases por las que pasó la enfermedad
del niño, en todo lo cual acertó plenamente, me parece que
hemos puesto al enfermo en unas manos muy expertas al servicio
de una inteligencia privilegiada. ¡Si la Virgen quisiera!...
Lola.-
¡Y lo querrá, señoriota!
Doña
Carmen.- ¿Y por qué dudarlo, Julia? Sabes cuantas veces nos
ayudé y no ha de abandonarnos ahora que tanto la necesitamos.
Me voy con Lola y aquí quedas con Armando el tiempo que dure
esa junta de médicos. ¡Que Dios los ilumine!.
(Sale
con Lola)
Escena
8ª
Armando.-
Debes tener esperanzas, pues hoy la Medicina está en posesión
de los más variados secretos en el arte de curar. Si a esto le
añades la clara inteligencia de tan renombrado doctor,
convendrás conmigo en que hay que sentirse optimistas.
Julia.-
¡A veces lo veo tan difícil! En otras ocasiones, víctima de
prolongado insomnio, sólo creo que tratan de arrancarme esta
felicidad que dulcificó mi vida, desde que Carlos y yo
comprendimos que, de dos grandes penas, puede surgir una dicha
tan completa y un goce tan exquisito que motive, Armando, que yo
me imagine que fuese demasiado para la tierra.
(Se
sienta).
Armando.-
Tú te lo mereces. Carlos es muy bueno contigo, pero creo que a
cualquier hombre eres capaz de caldearle el espíritu,
santificar su alma y purificar su corazón.
Julia.-
Exageras un poco. Siempre me has concedido categoría casi de
santa. ¡No es para tanto!. Además lo dices una y otra vez con
ese lenguaje poético que tanto me conmueve. ¿Sigues tan
aficionado a la poesía?.
Armando.-
A la poesía y a la música. Ésta provoca, en los que la
sentimos de verdad, estados de ánimo que nadie tratará de
definir, porque no podría lograrlo. Es un lenguaje de almas.
Para un lírico alemán, "aliento de estatua...
acaso". La poesía es afirmación. Por eso se dijo que toda
alma escéptica queda excluida de ella. Poetas, de veras, lo son
muy pocos. Yo hago versos muy malos, pero tengo algo de poeta;
por ejemplo, conservo siempre la visión normal de las cosas y,
sin embargo, adivino muchas veces el porvenir y lo contemplo de
un modo luminoso. Yo sabía que Carlos te haría feliz y por eso
recordarás que mis versos te anunciaron...
Julia.-
Que conocería a un hombre que, sufriendo tanto como yo,
vendría a traerme encendida la antorcha del olvido. ¿No era
una cosa así? ¡Eras tan joven cuando los escribiste!.
Armando.-
Y son los versos tan poco si uno los escribe joven!, decía
Rilke. Se debía aguardar, según él, a recoger sentido y
dulzura una vida entera, pues los versos no son hijos, como
creen algunos, de profundos y solemnes sentimientos; son más
bien delicadas experiencias.
Julia.-
¿Y con muchos recuerdos no pueden hacerse unos buenos versos?
Te hago esta pregunta no sé por qué; escucho tus palabras y no
las saboreo porque no puedo detenerme en pensarlas, pues de mi
imaginación no se aparta ni un solo segundo mi precioso
pequeño.
Armando.-
Quiero distraerte con mis cosas. En tu rostro se pinta una grave
intranquilidad y trato de hacerte estos momentos menos crueles.
Permíteme continuar. Me decías si con muchos recuerdos se
podían hacer unos buenos versos y yo te contesto que no basta
tener recuerdos. Para ese gran poeta, que antes te cité, hay
que saber olvidarlos cuando son muchos. "Es posible que
surjan de ellos algunos versos, pero sólo cuando se han hecho
sangre en nosotros, mirada y gesto, sin nombre ya y sin
distinguirse de nosotros mismos".
Julia.-
¿Y llegaste a terminar aquel soneto que comenzaste un día,
aquí en casa? Me leíste su primer cuarteto cuando yo llegaba
de la iglesia aquella tarde... ¡tan lejana!.
Armando.-
Ese soneto será algo así como "la sinfonía
incompleta". Podremos titularle "el soneto
inacabado".
Julia.-
No pasaste de ese primer cuarteto. ¿Lo recuerdas?.
Armando.-
Razones muy poderosas me impedían terminarlo. No debía
continuar. Lo recuerdo. Quiero recordarlo..., decía..., decía
Disgusto
me produjo tu tardanza
y
abandoné la casa con tristeza,
temo
perder a veces la cabeza
en
un ciego querer sin esperanza.
Julia.-
Pues es una pena, porque esto me parece bueno; pero, querido
primo, estoy muy nerviosa y no puedo esperar el aviso que me han
prometido.
(Se
levanta).
Agradezco
mucho tus buenas intenciones. He observado que has puesto todo
tu ingenio en conseguir que olvidase un poco mis horribles
preocupaciones. No puede hacerte daño que, a fuer de sincera,
te diga que, si bien te escuchaba, no estaba realmente presente
en nuestra conversación. Este hijo, que cada día que pasa en
ese estado, es una trágica pesadilla para mí, acapara hasta lo
más profundo de mi atención... ¡Cómo lo quiero, Armando!
¡Se ha hecho realidad en mí aquella frase de Carlos! ¡Sólo
es único el amor de madre!. Me voy, porque deseo saber pronto
si se salvará.
Armando.-
Todo lo que me dices lo comprendo perfectamente y estimo, en su
justo valor, tus sensatas palabras, tan llenas de cariño hacia
tu querido hijo. ¡Que nuestros ardientes deseos se vean
coronados por el éxito!. Adiós, Julia.
Julia.-
Hasta luego, Armando.
(Sale
Julia)
Escena
9ª
Armando.- (Se
pasea nervioso)
Mi
pobre prima tiene una excitación nerviosa que comienza a
preocuparme. Su salud está en peligro. Mi tía tiene razón.
¡Cuando se teme a una gran desgracia, parece que su presencia
invisible nos escolta a todas horas!.
(Sale).
Escena
10ª
Lola.-
Perdóneme usted, señorito Armando, si hago pasar aquí a esta
señorita que pretende de Don Carlos una consulta, al parecer, de
larga duración. Yo le he dicho que no podía llevarla a la
clínica porque el señor no puede hoy recibir a nadie. Ella
insiste en verle para que el doctor le conceda una hora fuera de
las ordinarias de consulta, y me rogó que la permitiese entrar,
ya que sólo cambiaría con Don Carlos las indispensables palabras
para conseguir sus propósitos. Yo accedí a su petición porque
esta señorita es tan vehemente en sus ruegos,que más son órdenes
terminantes que otra cosa.
Armando.- Está bien, Lola. Puede
esperar esta señorita unos momentos. Cuando mi primo tenga a
bien personarse en esta sala, que será quizás muy pronto, tendré
el gusto de presentarle a la señorita...
Lola.- Dolores Varela. ¿Verdad,
señorita?¿No mee ha dicho usted así?.
Dolores.- Efectivamente, ese es mi
nombre.
Armando.- Encantado de conocerla y
tendré el gran placer de acompañarla hasta que mi primo aparezca
por aquí. Lola, puede usted retirarse. Señorita, tome usted
asiento.
(Indicándole un sillón)
Lola.- Está bien, señorito.
(Sale)
Escena
11ª
Dolores.- Es usted muy amable. Mil
gracias por su atención. No sabe lo que se lo agradezco. No
quiero nunca estar sola. Soy un cerebro débil, mi espíritu vive
continuamente agitado.
(Acercándose mucho a
Armando y en voz más baja). Creo
en la telepatía, en los videntes y en la importante influencia
del medium.
(Levantando la voz y
paseándose agitada). Me pasan
cosas muy raras y quiero consultar con Don Carlos, que dicen que
es un prestigioso psiquiatra.
Armando.- ¡Caramba! ¡Caramba! Muy
interesante y sugestivo. Cuente, por favor, cuente. Ésas don
para mí deleitables narraciones.
Dolores.- Atravieso una crisis de
ansiedad que me atormenta.
Armando.- ¿Ansia de qué,
señorita?
Dolores.- De que se me explique, por
ejemplo, por qué razón las cartas de mi madre y las mías se
cruzan siempre, y por qué nos escribimos los mismos días y a las
mismas horas.
Armando.- ¡Ay, qué gracia! Porque
ustedes así lo han convenido.
Dolores.- No, por cierto.
(Excitada y acercándose a
Armando). Son transmisiones del
pensamiento a distancia. Yo tengo un poder excepcional. Cuando
voy a la capital a visitar a mi tía Amalia, lo que hago sin
avisarla, siempre me la encuentro en la estación esperándome.
Ante mi sorpresa, ella me dice que le daba el corazón que yo
llegaba en ese tren, que el día anterior a las diez de la noche,
pensó de pronto que yo llegaría al día siguiente. Le advierto a
usted que esos pensamientos de mi tía coinciden exactamente con
la hora en que yo decido mis viajes.
Armando.- ¡Es extraordinario! Pero no
me sorprende, porque yo conozco cosas mucho más misteriosas.
Dolores.- ¿Avisos a la muerte, acaso?.
Armando.- Sí, señorita. ¡A las muerte!
Yo conocí a un señor que en cierta ocasión, al pasar por delante
de una camisería, dijo al dueño del establecimiento, que estaba
en la puerta: "Yo me voy. ¿Viene usted?". El interpelado, que no
le trataba, guardó silencio y no comprendió el motivo de la
pregunta. A las dos horas se enteraba de la muerte de aquel
sujeto, y una hora después fallecía él también.
Dolores.- ¿Y usted cree que eso puede
producirme a mí alguna impresión? Yo he recibido avisos dados
por moribundos en el momento de su muerte. Golpes en las puertas
y cristales, alborotos espantosos, aullidos de perros, hasta
visiones de las propia persona que venía a decirme adiós.
Armando.- Se ve que usted trata
gente muy atenta y de corrección exquisita. El moribundo, al
evadirse de la vida, debe informar a usted de su próxima
desaparición. ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! .
Dolores.- Personas que no olvidan las
fórmulas de cortesía ni aun en la hora del tránsito ineludible.
Que dan una provechosa lección a otros que, llenos de vida, las
ignoran por lo visto.
Armando.- ¡Señorita! Yo no me burlo de
usted. Sólo lamento no tener esa visión clara y precisa del
futuro, tan necesaria hoy para andar por el globo terráqueo.
Creo que usted misma, el día que le llegue la hora, irá a casa
del médico a recoger su propio certificado de defunción. ¡Será
muy original el caso!: "¡Señor doctor, vengo yo, la interesada,
a visar mi pasaporte para el otro mundo".
Dolores.- ¡Qué gracioso! ¡Cómo se
equivoca si lo considera imposible! ¿No quiere usted creer en mi
capacidad receptora? Me es igual. ¡Ya lo sabía! Ayer noche tomé
la determinación de visitar a este reputado médico. Tuve una
idea fija en el cerebro, que no me permitió conciliar el sueño.
Era que iba a ocurrirme en estos momentos, lo que me está
sucediendo precisamente, Un hombre que se interpone entre el
médico y yo, pero que se enamora de mí perdidamente. ¿Está
claro?... ¡Sí, hombre!... ¡No se asuste!... ¡No se ruborice!...
¡No me mire con esos ojos!... ¡Después de todo, lo vemos en el
cine diariamente!... ¡El flechazo!... ¿Lo entiende usted?...
Armando.-
(Asustado).
La verdad... yo... yo no sé qué decirle... Temo a ese poder
excepcional que usted... ¿Será cierto lo que usted dice?... Y si
es así, si yo me interpuse entre usted y mi primo, ¿qué
esperamos aquí?... Ya no debe consultar. Lo ha querido así
el Destino. Vámonos y yo las acompañaré a su casa con mucho
gusto.
Dolores.- Tiene usted razón. No
necesito médico. Pero usted no me llevará a casa. Yo no tengo
casa. Vivo con otros y con otras que tienen el mismo poder que
yo. Me escapé. He conseguido huir para ver a este gran doctor, y
ahora... ¡ja, ja, ja!.
(Entra Lola).
Escena
12ª
Lola.- Señorito Armando, dos hombres
preguntan por la señorita.
Dolores.-
(Muy nerviosa y airada)
¡Sí, son los de siempre! ¡Vienen por mí! ¡Fui una tonta cuando
dije al Emperador que venía a esta casa!.
Armando.- Si usted quiere, la
acompañaré.
Dolores.- Sí, venga usted. Puede
quedarse una temporada en nuestro confortable hotel. Le sentará
muy bien. ¡Vamos!.
(Sale con Armando, al que coge por una mano).
Escena
13ª
Lola.- ¡Pobre chica! ¡Está como una
regadera! ¡Cómo engañan las apariencias! ¡Qué pena! ¿Quién se lo
iba a imaginar? ¡Las tonterías que dijo al señorito Armando! Me
duelen los riñones de tanto mirar por el ojo de la cerradura.
¡Qué barbaridades dicen estos inocentes! Me voy a la cocina
corriendo, tengo que ganar el tiempo perdido. ¡Jesús, qué cosas
se oyen y qué miedo voy a tener esta noche! ¡Si no la hubiera
dejado pasar, me mata! ¡Qué horror!.
(Sale)
Escena
14ª
Carlos.-
Pase, doctor, aquí podremos hablar y comentar el enorme triunfo
obtenido por usted. ¡Es maravilloso!.
Mister
Wood.- No me extraña que la enfermedad del niño les alarmase.
Parece grave por los síntomas que la acompañan. Esa ligera
temperatura con los vómitos y mareos aparece en tantos casos
que desconcierta al médico no especialista. Y por añadidura
¡tantos reflejos!...
Carlos.-
En principio se creyó que sería un ataque de acetona. Se
temió más tarde a la meningitis y estuvo a punto de hacérsele
la punción lumbar.
Mister
Wood.- Pues ya ve usted que mi diagnóstico no dice nada de eso.
Es una oxiurasis clarísima, a mi juicio. La prueba es que con
las inyecciones de bismuto y los calomelanos se produjo,
casi instantáneamente, como usted ha podido comprobar, una
fantástica mejoría.
Carlos.-
¡Y pensar que estuvo aquí un compañero que quería aplicarle
la penicilina e incluso me habló de darle alguna inyección de
aceite alcanforado!.
Mister
Wood.- Un total fracaso dicho tratamiento. Además, en muchos
casos, me refiero a otras enfermedades de la infancia, no está
indicado el aceite alcanforado y sí el cardiazol. También debo
manifestarle que muchos médicos, cuando aplican la penicilina y
otros medicamentos en los niños, lo hacen siempre con tal temor
que dosifican muy bajo, porque en realidad, no están seguros en
el tratamiento.
Carlos.-
¡Qué acierto tuvo usted y qué visión más clara de la
enfermedad! Mi mujer y don Gregorio están locos de alegría. Yo
siento una inefable dicha que no puedo traducir en palabras.
Mister Wood, seré para usted, desde hoy, un incondicional
servidor y, si me lo permite, su mejor amigo. La vida de mi hijo
le pertenece; es más, para mí, todo estaba perdido y
usted ha hecho el milagro. ¿Cómo pagar a usted la salvación
de mi hijo?.
Mister
Wood.- No hay que exagerar las cosas, amigo Carlos. Es nuestra
fundamental obligación. Salvar el cuerpo como otros salvan el
alma. Es nuestro primordial deber. En cambio a mí me salvó la
vida alguien que no tenía tal obligación y que pagó muy caro
su valeroso gesto, tan magnánimo como heroico y glorioso. Yo
fui soldado durante esta última guerra, que no sé, si por
mucho tiempo, será "la última".
Carlos.-
¡Es triste reconocerlo, pero abundan los motivos para sentirse
pesimistas!.
Mister
Wood.- Formé parte de una división de paracaidistas. Una noche
volamos sobre la Francia ocupada. Una misión muy difícil nos
había sido confiada. estamos encima del objetivo. Los que
fuimos designados para ello nos lanzamos al espacio. Ninguno
estaba seguro de salir bien de la empresa. Yo tomé tierra en un
hermoso vergel. Mis compañeros no aparecen al alcance de mi
vista. Espero las primeras luces del amanecer. Veo, bastante
lejos, una casa de campo. Me arrastro hacia la puerta y llamo
con verdadero miedo. Abre una mujer de una belleza poco común y
con un aspecto de buena que me da valor para formular una
pregunta que, más tarde, volvería a repetir, obteniendo
también la misma digna respuesta. El emocionante diálogo se
desarrolló así: - Soy un soldado americano. ¿Puedo ocultarme
aquí?.
Carlos.-
(Muy
nervioso)
Sí, naturalmente.
Mister
Wood.-
(Distraído,
parece no darse cuenta de las palabras de Carlos y continúa
hablando)
Entré en aquel hogar que me pareció lleno de paz, de armonía,
de una tranquilidad que yo iba a turbar. El marido se levanta de
la cama y en seguida aparece un niño, en pijama, vivaracho,
simpático, y que me mira muy sorprendido. Yo no digo nada. El
matrimonio cambia unas palabras y me dicen que tendré que
esconderme dentro de un armario.
Carlos.-
(Con
voz emocionada y aparte)
¡El de la cocina!..., ¡grande!..., ¡muy grande!..., ¡con
tela metálica por la parte de arriba..., ¡azul pálido!...
Mister
Wood.-
(Que
parece continuar distraído)
Entonces,
recuerdo muy bien que la madre dijo al niño...
Carlos.-
(En
voz alta y muy excitado)
Carlos, recoge las cosas del armario y llévalas a la despensa.
Mister
Wood.-
(Nervioso)
¡Eso!..., ¡exactamente!..., ¡eso! ¿Cómo lo sabe usted,
Carlos?... ¡Carlos!... ¡Carlos!... ¿Será posible?... ¡Ya
comprendo!... ¡Carlos!.
(Se
abrazan con mucha emoción).
Carlos.-
El mismo. ¡Dios mío, qué cosas tiene la vida!.
Mister
Wood.- ¡Debí adivinarlo antes!. ¡Los gestos de su cara al
escuchar el relato!... Carlos, todos los músculos de su rostro
acusaban el efecto de mis palabras. Es monstruoso afligirse con
tan tristes recuerdos. Perdóneme usted, pero también mi alma,
evocando esta emocionante historia, se contrae siempre
dolorosamente. Hoy, un fondo de alegría se instala sobre la
aversión que me inspira el recuerdo de aquellos duros momentos,
y es, amigo Carlos, haber tenido la dicha de encontrar al
querido hijo de aquella buena mujer, aquella santa mujer, que se
vio condenada por mi culpa a sufrir amarguras y tormentos, a una
vida de angustia que...
Carlos.-
Por favor, mister Wood, no continúe usted. El terrible
espectáculo de la muerte de mi padre, de su fusilamiento por
acoger en su casa a un soldado americano, ha sido tan horrible
para mí, que una parte de mi vida transcurrió al margen de mi
conciencia, con pérdida de la voluntad, convertido en fugitivo
del propio destino. Después Julia y ese diablillo, que tanto
nos preocupó, han transformado en luz la oscuridad de mi
existencia. Pero me mortifica todo lo que sea revivir aquel
odioso pasado y, sin embargo, ¡cómo agradezco sus cariñosas
palabras!.
(Se
sienten voces próximas)
No hablemos más de ello... Alguien se acerca.
(Entran
don Gregorio, Julia y doña Carmen)
Escena
15ª
Julia.-
Carlos, el niño sigue bien. Ya nos conoce y se sonríe. Es
encantador observar con qué rapidez se recupera. ¡Que Dios
bendiga a mister Wood que tanta alegría nos proporciona!. Hemos
contraído con usted una deuda de gratitud eterna.
Mister
Wood.- Una ligera aportación, Julia, en el "haber" de
una cuenta que tiene un "debe" que no se saldará
jamás.
(Carlos
y doña Carmen hablan aparte)
Julia.-
No le comprendo.
Mister
Wood.- Así es mejor. ¿Y don Gregorio, está satisfecho?.
Don
Gregorio.- Creo que va siendo hora de que me sonría la suerte.
Ya soy viejo para luchar.
Mister
Wood.- ¡No tiene usted edad para expresarse así!
Don
Gregorio.- Se siente uno joven o viejo según las circunstancias
concurrentes en ciertos momentos de nuestra existencia. A veces,
cuando llega lo bueno, lo más deseado, aquello que fue
constante anhelo nuestro, llega a través de un camino tan
áspero, tan lleno de obstáculos, que nos falta la vitalidad
precisa para celebrarlo con la alegría que tal felicidad
demanda. Dice un antiguo proverbio. "Cuando la casa está
terminada, llega la muerte".
Julia.-
¡La muerte!... No diga usted cosas tristes, padrino.
Don
Gregorio.- Si no es la muerte es algo que nos acerca a ella. La
caída ineludible..., el agotamiento..., el principio del fin.
Doña
Carmen.- ¡Qué atrocidad!, don Gregorio. ¡No hable de eso!.
Debemos estar contentos. ¡Todo saldrá bien con la ayuda de
Dios!. A comer, que la mesa está dispuesta.
Don
Gregorio.- Lo que usted quiera, doña Carmen.
Julia.-
Sí, vamos mister Wood, hoy nos honrará sentándose a la mesa
con nosotros.
Mister
Wood.- Muchas gracias. El honor es para mí.
(Entra
Armando)
Escena
16ª
Carlos.-
Aquí llega Armando. ¿Dónde estuviste, simpático primo?.
Armando.-
Corriendo una aventura muy peligrosa. Creí que también era yo
encerrado. ¡Qué apuros pasé! ¡No sé que las doy que las pongo
más locas...! Os lo contaré durante la comida y os vais a reír
un rato. ¡Qué condenada! ¡Me presentó al Director como un
paciente!.
Don
Gregorio.- Cuestión de faldas, seguramente. ¡Alguna nueva
conquista!
Julia.-
No lo dudo, pero Armando es de los que no se enamoran.
Armando.-
Tiene mucha razón Julia. ¡Jamás estuve enamorado!.
(Salen
todos menos Armando que se queda retrasado y dice, hablando
consigo mismo)
¡Nunca lo sabrás, querida prima!... ¡Una sola vez..., una
sola vez!.
(Cae
el telón)
Fin
de la obra


Portada
"No es único el amor"
Portada "Una nueva teoría"

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