No es único el amor

Por

Fermín Rodríguez Losada

Catedrático

acto primero

escena 1ª

(Una salita sencilla, pero presentada con gusto refinado. Tres puertas, una al fondo y dos laterales).

(Doña Carmen hace punto; Julia lee una revista)

Doña Carmen.- Te repito, Julia, que terminarás volviéndome loca. Debes salir y distraerte. No es posible que una pena dure tanto y provoque en tu existencia esa intensidad dramática con que la vives.

Julia.- No puedo, mamá. Es algo superior a mi probada fuerza de voluntad. No lo olvidaré nunca. Cada día que pasa parecen aumentar mis constantes recuerdos. Me parece verlo a todas horas. Piensa, mamá, que mi amor a Jorge sigue tan vivo. Sólo me consuelo un poco en la soledad del cementerio cuando me creo muy cerca de él.

Doña Carmen.- Pues eso es precisamente lo que más te afecta. Por otra parte, ¿qué dejas tú para las viudas?. Tú eras una novia, nada más. Es cierto que estaba muy próxima tu boda, pero eres una mujer joven, muy agraciada, hija mía, aunque no está bien que lo diga tu madre, y puedes, mejor aún, debes aspirar a que otro hombre te haga todo lo feliz que tú mereces. Deja ya esas visitas y sé fuerte para dar cara a la vida.

Julia.- ¿Me aconsejas tú que no visite el cementerio? Hace diez años que papá murió y todos los viernes depositas flores en su tumba.

Doña Carmen.- Y lo haré mientras viva, querida. ¡Qué bello es contemplar la vida en este lugar! Allí la paz es más profunda, más dulce. Los corazones hacen ofrenda, en este santo recinto, de su más preciado tesoro.

Julia.- Sí, mamá. Unas flores, unas oraciones, el amor... pruebas de un recuerdo...

Doña Carmen.- A veces se oyen llantos contenidos que temen romper aquel equilibrado silencio. ¡Esa madre que limpia con esmero y con el máximo cariño el mármol que cubre los sagrados restos!.

Julia.- ¡Y aquellos hijos que parecen clavados, por un algo misterioso, a la sepultura de su madre!.

Doña Carmen.- Nos conocemos todos. El dolor, que para Wilde es el modelo supremo en la vida y en el arte, ha hecho de todos los que respiramos aquel tan querido ambiente, una familia unida por los más fuertes lazos espirituales.

(Suena el timbre)

Julia.- Llaman a la puerta. Me voy, mamá, no quisiera que una visita cualquiera echara por tierra mis planes de trabajo.

Doña Carmen.- Sí, hija, vete a tu habitación. Yo la recibiré. pero nada de trabajar. Te arreglas y aceptas la invitación que te ha hecho Carlos. Darás con él un paseo por el jardín. Es un excelente muchacho. Algo que para nosotros es inexplicable ocurre en su vida. ¡Qué pena que un alma tan buena permanezca siempre en la oscuridad de la tristeza!.

Julia.- Pensaré lo del paseo por el jardín, mamá.

(Sale por la lateral derecha)

(Doña Carmen, que durante la conversación anterior fue andando hacia la puerta del fondo, la abre y entra Lola con una pequeña maleta)

escena 2ª

Lola.- Buenos días, señora. Ya estoy aquí, como lo he prometido y creo que hemos de entendernos.

Doña Carmen.- Ese es mi deseo, Lola. En principio quisiera que usted me dijera los motivos que originaron los cambios de casa en las que sirvió.

Lola.- Verá, usted, señora. Son muy variados y algunos no me parece oportuno dárselos a conocer. Muchas veces son las mismas señoras las que me despiden por cualquier capricho, y hacen muy bien. La verdad, yo no concibo esas familias que soportan años y años una criada, hasta el punto de que llega a hacerse el ama de la casa. Le temen los niños y, en ciertas ocasiones, los propios señores toman sus precauciones para que la autoritaria muchacha no tenga que llamarles la atención.

Doña Carmen.- Sí, sí; en cierto modo, dice usted bien.

Lola.- En cambio, no creo que usted deje de darme la razón cuando digo que debe ser maravillosa la emoción de los maridos pensando que al llegar a casa han de encontrarse con la nueva sirvienta, que su mujer se procura... cada ocho o nueve días. ¿Será rubia?... ¿Será morena?...y qué sé yo cuántas cosas más pensarán... Desde luego, señora, que ellos no comentan nada. Observan y callan.

Doña Carmen.- Pues lo que es, en esta casa, Lola, no tiene usted quien sufra emociones. Desgraciadamente no hay marido observador.

Lola.- Pero también los visitantes agradecen la renovación de fichas.

Doña Carmen.- Por lo visto, usted toma el servicio como un campeonato de liga. No me importan sus opiniones sobre ciertos extremos. Con lo que hemos hablado ayer es más que suficiente. Pase usted a la cocina, ya conoce la casa, y a trabajar.

Lola.- Sí, señora. No tendrá motivo de queja alguna.

(Va saliendo) 

Doña Carmen.- Así lo espero... ¡Ah! ¡Cuidado con las emociones!.

Lola (Ya en la puerta lateral derecha).- No se preocupe. ¡Eso corre de mi cuenta!

(Sale por la lateral derecha)

escena 3ª

Doña Carmen.- A ver si esta vez tengo más suerte. Está el servicio imposible. Tantas bases tiene el trabajo que el pobrecito se ha quedado sin asiento y en algunas ocasiones lo dedican al estraperlo de las huelgas. No sé adonde vamos a parar.

(Suena el timbre) 

(Doña Carmen va hacia la puerta y al propio tiempo dice):

Doña Carmen.- ¿Quién podrá ser a estas horas?

(Cuando abre la puerta entra don Gregorio)

escena 4ª

Don Gregorio.- Buenos días, señora. Estoy completamente seguro de que usted no esperaba que yo viniese por esta bendita casa a esta hora del día.

Doña Carmen.- Ciertamente, don Gregorio. No me lo explico, porque usted viene diariamente por aquí, desde que nos conoce,  que es cosa de días, a las siete de la tarde y siempre acompañado de su hijo Carlos.

Don Gregorio.- Efectivamente. Vengo ahora porque he visto, al pasar, a Julia y Carlos en el jardín. Nunca vine a esta casa sin él, ni jamás tuve ocasión de venir solo, pues aun cuando podía hacerlo, siempre temí encontrarme a Julia con usted, lo que habría de impedirnos hablar de cosas interesantes para todos, si bien un tanto delicadas. Parece providencial la oportunidad y aunque voy a visitar a un enfermo, como el caso no es grave ni mucho menos, puede el médico distraerse un poco sin peligro para el paciente.

Doña Carmen (Riendo).- Y en algunos casos bien merecía la pena que continuasen ustedes distraídos en beneficio del enfermo. Siéntese, don Gregorio.

(Se sientan ambos)

Don Gregorio.- ¡No sea usted mala, doña Carmen!

Doña Carmen.- Bien sabe usted, don Gregorio, que es una broma y que en mis palabras no existe la maldad, que algunos la consideran como el arma más resplandeciente de la razón contra la potencias de las tinieblas y de la fealdad y la defienden diciendo que es el espíritu de la crítica y ésta el origen del progreso y de las luces de la civilización. pero dejemos esto y dígame a qué e debe esta visita, que le juro que estoy intrigada.

Don Gregorio.- Pues vengo para hablarle de Carlos. De Carlos... y de Julia. Yo no sé si usted habrá observado algo. En Julia, quizás nada. Carlos está locamente enamorado de su hija. No me lo ha dicho, pero yo lo he comprendido perfectamente.

Doña Carmen.- En realidad, yo no me he dado cuenta. Es tan reservado, tan triste, tan misterioso su hijo.

Don Gregorio.- Pues eso es lo que yo pretendo poner en claro: ese "misterio". Carlos no es hijo mío.

Doña Carmen.- ¿Qué dice usted, don Gregorio?

Don Gregorio.- Lo que usted oye. ¿Lo parece, verdad?. Pues no es así. Ni siquiera le tengo conmigo desde sus primeros años. Hace seis solamente que está en mi casa.

Doña Carmen.- ¿Le recogió usted de quince años?. ¿Cómo es posible que yo no descubriese algún detalle y estuviese tan engañada?.¡Mucho le quiere usted, don Gregorio!.

Don Gregorio.- ¡Más que si fuera de verdad hijo mío!. Y digo esto, aún desconociendo el amor paternal. Yo soy soltero. Viví en Francia varios años. Allí me sorprendió la guerra. Carlos es francés.

Doña Carmen.- Eso ya lo suponíamos. Algo notamos Julia y yo en su modo de hablar; pero como ya nos indicó en otra ocasión que usted había permanecido en Francia desde mil novecientos veinticinco hasta el cuarenta y tres, no concedimos importancia a ese ligero acento de Carlos, apenas perceptible.

Don Gregorio.- ¿Imperceptible!, señora. Carlos ha sido educado por mí con el mayor esmero. Habla el español correctamente y dentro de un año será médico.

 Doña Carmen.- Es muy inteligente. Debe estudiar muchísimo, pero esa tristeza, esa continua preocupación, esa total ausencia de alegrías en un muchacho joven, sano, fuerte...

Don Gregorio.- Eso quiero explicar. Carlos, con sus escasos catorce años y en compañía de su madre, vivió la trágica escena, en el patio de su propio hogar, del fusilamiento de su padre.

Doña Carmen.- ¡Qué horror!. No podrá olvidarlo nunca.

Don Gregorio.- Eso es lo que me temo. Su madre murió un año después atormentada por el recuerdo. Yo vivía de pensión en aquella casa y recogí al niño, al que quería y quiero con toda mi alma. Yo ignoraba el horrible martirio de aquella viuda cuando me instalé allí.

Doña Carmen.- ¿Y quién se lo contó a usted?

Don Gregorio.- El propio Carlos. Su familia residía en la Francia ocupada. Un paracaidista americano, después de pasar la noche oculto en el mismo lugar en que cayó, se encuentra, a la luz imprecisa del amanecer, desorientado y perdido. No reconoce el terreno ni ve a sus camaradas. A lo lejos, una casa de campo. No lo piensa demasiado. Se arrastra y llega a la puerta. Una duda horrible se plantea en su corazón angustiado. ¿Serán amigos? ¿Serán enemigos? Llama con recelo. Abre una mujer joven, la madre de Carlos, y el soldado quiere ver con los ojos de su alma qué efecto produce su presencia. Teme, pero habla al fin: "Soy un soldado americano. ¿Puedo ocultarme aquí?". La mujer no valica, no duda un instante. "Sí, naturalmente".

Doña Carmen.- Podría yo continuar refiriendo el resto. es tan fácil imaginárselo.

Don Gregorio.- Seguramente no, doña Carmen, pues es algo tan sublime como trágico. 

Doña Carmen.- Los enemigos, que han visto el paracaídas abandonado, se dirigen hacia la casa. Encuentran al americano y debe cumplirse aquello que es ineludible en toda guerra: "Todo paisano del país ocupado que oculte a un soldado del bando contrario tiene pena de muerte". ¿No es así?.

Don Gregorio.- Es usted muy perspicaz, y su ingenio, que yo admiro, la lleva a conclusiones muy exactas; pero en este caso hay una segunda parte que usted ni nadie puede adivinar. Después de fusilado el padre de Carlos, continúa la inspección de los alrededores de la granja. El americano, que fue encerrado en un establo, se da cuenta de que éste comunica con una habitación por una ventana. Esta habitación tiene una claraboya y luego...

Doña Carmen (Nerviosa con el relato).- Establo, ventana, habitación, claraboya y... monte.

Don Gregorio.- Exacto. Disparos y exploración minuciosa de los enemigos por aquellas cercanías. El americano se esconde en el bosque. Escucha con el corazón oprimido los pasos, muy próximos, de los perseguidores... 

Doña Carmen.- ¡Pobre chico! ¡Qué cruel es la guerra!. ¿Le encontraron, don Gregorio?. ¡Lo matarían, seguramente!.

Don Gregorio.- Nada de lo que usted piensa. El terreno que separa la casa de su escondite está libre. Vacila un momento, pero otra vez se dirige hacia ella. Unos instantes de espantosa incertidumbre; sin embargo, golpea nuevamente la puerta. Aparece un rostro de mujer, pálido, con las huellas del terror en los ojos bañados en lágrimas. Es la misma, aunque parece otra. Un solo segundo para cambiarse unas miradas. "¿Puedo esconderme aquí?". "Sí, naturalmente".

Doña Carmen.- Maravilloso, don Gregorio, y así se salvó aquel inocente, víctima, como millones de seres, de una guerra la más sangrienta e inútil de todas.

Don Gregorio.- Sí, señora. Le escondió en el mismo armario que la vez primera y, poco después, pudo huir y unirse a sus compañeros paracaidistas.

Doña Carmen.- ¡Una mujer mártir! Un doble dolor, como esposa y como madre. ¡Pobre Carlos! Ahora me explico su infinita tristeza. Parece que sus ojos contemplan en todo momento aquel terrible cuadro. Se queda pensativo mirando a un punto fijo, hacia algo cuya visión no puede borrar de su atormentada imaginación.

Don Gregorio (Poniéndose de pie).- Es mucho lo que sufre, señora; es decir, lo que sufrimos. Yo quiero hacerle feliz. Es mi única preocupación. Por verle dichoso daría muchos años de mi vida. Si ese gran amor, si el cariño de Julia, la dulzura y bondad de su hija hiciesen el milagro, como yo lo espero con toda mi alma, viviría el resto de mi existencia con una inmensa satisfacción y dando continuas gracias al Supremo Hacedor por concederme esto que tanto le pido contantemente.

Doña Carmen (Se pone de pie).- Y yo, desde ahora, uniré mis oraciones a las suyas para que lo que usted desea llegue a ser una realidad y créame que Julia necesita, casi tanto como Carlos, la curación de su espíritu afligido por una gran pena.

(Suena el timbre)

Don Gregorio.- Parece que viene alguien.

Doña Carmen (Que va hacia la puerta para abrir).- No sé si serán ellos.

(Entra Armando con una gabardina colgando del brazo derecho y un maletín de viaje en la mano)

escena 5ª

Armando (Abrazando a doña Carmen).-  ¡Querida tía! ¿Cómo estás?

Doña Carmen.- ¿Cuánto tiempo hace, Armando, que no te veo? ¿Llegas ahora de viaje? ¿Qué tal tus padres y hermanos?.

Armando.- Todos bien, excepto el pobre papá que sigue con sus achaques.

Doña Carmen.- Mira, Armando, te voy a presentar a un buen amigo de esta casa, don Gregorio Álvarez, nuestro médico y que reside en ésta desde hace un mes aproximadamente. ¿Verdad, doctor?.

Don Gregorio.- Quizás lo sepa usted mejor que yo. El día que llegué, a las dos horas de mi entrada en el pueblo, una pura casualidad me hizo entrar  en conocimiento con su amable tía, que necesitó con urgencia y por fortuna sin motivos de importancia, mis modestos servicios.

Armando.- Encantado de conocerle, pero deseando no hacer uso (Riendo) de sus "modestos servicios". Tiene usted un nuevo amigo. (Estrechándole la mano).

Don Gregorio.- Efectivamente que son servicios poco deseados. Yo celebro también poder ofrecerle mi amistad, y como ya mis enfermos me estarán esperando y ustedes tendrán mucho que decirse, me despido de tan grata compañía... y hasta siempre.

Doña Carmen.- Hasta luego, don Gregorio. Que Dios haga que se cumplan nuestros buenos y laudables propósitos.

Don Gregorio (Que va hacia la puerta).- Sería abrir una ventana al sol de la alegría. Adiós, doña Carmen.

Armando.- Usted siga bien.

(Sale don Gregorio)

escena 6ª

Doña Carmen (Sentándose ambos).- Vamos a ver, sinvergüenza, ¿cuántos años llevas sin venir por esta casa? ¿Habrás terminado tu carrera de abogado?.

Armando.- Despacio, tía, despacio. Hace poco más de un año que os hice la última visita. Respecto de la carrera aún me faltan tres asignaturas.

Doña Carmen.- ¡Si la última vez que estuviste aquí decías que sólo te era necesario aprobar dos para terminar!.

Armando.- Lo que ocurre, querida tía, es que todos interpretáis mal mis palabras. Necesitaba aprobar dos para terminar el segundo año, y ahora debo aprobar tres para concluir el tercero.

Doña Carmen.- Lo de siempre, Armando. Suspenso tras suspenso.

Armando.- Aplazamientos nada más, tía. Siempre exageráis las cosas. ¿Y mi prima  Julia, cómo está? Seguramente tan buena, tan bonita y tan triste como siempre, es decir, como siempre no. Desde su cruel pérdida se acabó la felicidad en este pacífico hogar. ¿Qué me dices, tía Carmen?.

Doña Carmen.- ¿Qué quieres que te diga, hijo? Las cosas siguen igual... por ahora. ¿Y tu hermana Luisa, se casó?.

Armando.- Pues verás. Rompió con el novio después de cinco años de relaciones. Ella quería casarse, como todas las mujeres, y él tras una gran preparación artillera, le dijo que no estaba por el matrimonio. Ya supondrás que ella se indignó muchísimo, le echó en cara los años que estuvo esperando, y él, muy tranquilo y reposado, le contestó que se había comprometido a ser novio, nada más, que eso de pasar a marido era muy diferente, y, desde luego, una cosa muy seria.

Doña Carmen.- ¡Qué sinvergüenzas sois los hombres!.

Armando.- Algunos hombres, tía. (Se pone de pie). Sin embargo, mi hermana Luisa merece algún castigo. Sabes que es muy egoísta. Mamá, tu hermana, la educó en un plan de "intelectualoide", y el pobre papá, que es un santo, sabe muy poco de eso de la cultura y sufre con paciencia los ataques reiterados de esta hija, que se avergüenza de su padre, que "teme que abra la boca", como ella dice, porque siempre "soltará" alguna palabra que no esté bien empleada, y la muy desagradecida quiere ignorar que cuantas veces ella abre la boca para comer, tiene el alimento preparado y a tiempo gracias al sudor, al sacrificio, a veces acompañado de lágrimas, y a la dignidad del trabajador que ha hecho posible que todos sus hijos seamos lo que quizás ninguno merecemos.

Doña Carmen.- Muy bien, Armando.  ¡Cuántas familias tienen ese problema! Padres que ponen su alma y dan su vida por lograr el bienestar de sus hijos. Éstos, gracias a esos desvelos y privaciones, adquieren una cultura refinada y luego se avergüenzan de sus padres. ¡Qué pena y qué asco!. En fin, para qué hablar de esto. Voy a enviarte la muchacha para que te prepare la habitación y le indiques donde debe recoger tu equipaje.

Armando.- Muy bien, tía. Yo me acostaré un rato. Hasta luego.

(Sale doña Carmen)

escena 7ª

Armando.- Supongo que no estará aquella rubicunda doncella, que era tan agresiva. Fuimos buenos amigos, pero tenía un novio muy exigente. No toleraba que fuese conmigo a los bailes. Era natural que yo la acompañase, sobre todo al regreso; aquellas horas eran muy impropias para llegar sola a casita.

(Entra Lola por la lateral derecha)

escena 8ª

Lola (Con mucha afectación en los modales).- Buenos días, señorito. ¿Es usted el sobrino de la señora?

Armando.- Creo que sí. ¿Usted es la bonne, la domestique?.

Lola.- Hable en cristiano, señor. Yo soy Lola.

Armando.- ¿Lleva usted mucho tiempo en esta casa o es un nuevo bombón en este apacible hogar?.

Lola.- Nuevo, no. Novísimo.

Armando.- He descubierto un novísimo...

Lola.- Continente. Con la diferencia de que Cristóbal Colón salió de Palos para descubrir y usted...

Armando.- Saldré a palos si me intereso más por el contenido que por el continente. ¿No quiere usted decir eso?.

Lola.- Es usted muy listo y además... Va completo, impecable. Zapatos último modelo, traje como conviene a ese tipo "bárbaro" del que es "feliz poseedor", una corbata "estupenda", una camisa "formidable"...

Armando.- ¡Caramba!, niña, basta ya. ¡Qué lenguaje!. Bárbaro, estupendo, formidable. El lenguaje de moda. Lo que dice el Padre Félix. "Un  señor más o menos ruinoso es todavía potable; una mujer que bebe más de la cuenta es que aguanta; si anda en aventuras nada edificantes, ¡nada edificantes!, es que se divierte, es que tiene muchas horas de vuelo".

Lola.- O es que tiene plan; que lo pasa "de miedo".

Armando.- Lo que más gracia me hace es que me haya dicho que llevo una "formidable" camisa.

Lola.- Pues debía disgustarle a usted, porque precisamente son "los descamisados" el plato fuerte del momento actual.

Armando.- Vámonos, flamenca. Dígame cual será mi venturoso aposento.

Lola.- Sígame y déjese conducir.

(Van hacia la puerta lateral derecha)

Armando.- Con usted al finis terrae.

Lola.- ¡Qué cosas tienen los señoritos!  Pues yo  con usted ni a la gloria. ¡Que ya es decir!.

(Salen)

Entrada a la escena 9ª

                          

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