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(Una
salita sencilla, pero presentada con gusto refinado. Tres
puertas, una al fondo y dos laterales).
(Doña
Carmen hace punto; Julia lee una revista)
Doña
Carmen.- Te repito, Julia, que terminarás volviéndome loca.
Debes salir y distraerte. No es posible que una pena dure tanto
y provoque en tu existencia esa intensidad dramática con que la
vives.
Julia.-
No puedo, mamá. Es algo superior a mi probada fuerza de
voluntad. No lo olvidaré nunca. Cada día que pasa parecen
aumentar mis constantes recuerdos. Me parece verlo a todas
horas. Piensa, mamá, que mi amor a Jorge sigue tan vivo. Sólo
me consuelo un poco en la soledad del cementerio cuando me creo
muy cerca de él.
Doña
Carmen.- Pues eso es precisamente lo que más te afecta. Por
otra parte, ¿qué dejas tú para las viudas?. Tú eras una
novia, nada más. Es cierto que estaba muy próxima tu boda,
pero eres una mujer joven, muy agraciada, hija mía, aunque no
está bien que lo diga tu madre, y puedes, mejor aún, debes
aspirar a que otro hombre te haga todo lo feliz que tú mereces.
Deja ya esas visitas y sé fuerte para dar cara a la vida.
Julia.-
¿Me aconsejas tú que no visite el cementerio? Hace diez años
que papá murió y todos los viernes depositas flores en su
tumba.
Doña
Carmen.- Y lo haré mientras viva, querida. ¡Qué bello es
contemplar la vida en este lugar! Allí la paz es más profunda,
más dulce. Los corazones hacen ofrenda, en este santo recinto,
de su más preciado tesoro.
Julia.-
Sí, mamá. Unas flores, unas oraciones, el amor... pruebas de
un recuerdo...
Doña
Carmen.- A veces se oyen llantos contenidos que temen romper
aquel equilibrado silencio. ¡Esa madre que limpia con esmero y
con el máximo cariño el mármol que cubre los sagrados
restos!.
Julia.-
¡Y aquellos hijos que parecen clavados, por un algo misterioso,
a la sepultura de su madre!.
Doña
Carmen.- Nos conocemos todos. El dolor, que para Wilde es el
modelo supremo en la vida y en el arte, ha hecho de todos los
que respiramos aquel tan querido ambiente, una familia unida por
los más fuertes lazos espirituales.
(Suena
el timbre)
Julia.-
Llaman a la puerta. Me voy, mamá, no quisiera que una visita
cualquiera echara por tierra mis planes de trabajo.
Doña
Carmen.- Sí, hija, vete a tu habitación. Yo la recibiré. pero
nada de trabajar. Te arreglas y aceptas la invitación que te ha
hecho Carlos. Darás con él un paseo por el jardín. Es un
excelente muchacho. Algo que para nosotros es inexplicable
ocurre en su vida. ¡Qué pena que un alma tan buena permanezca
siempre en la oscuridad de la tristeza!.
Julia.-
Pensaré lo del paseo por el jardín, mamá.
(Sale
por la lateral derecha)
(Doña
Carmen, que durante la conversación anterior fue andando hacia
la puerta del fondo, la abre y entra Lola con una pequeña
maleta)
escena
2ª
Lola.-
Buenos días, señora. Ya estoy aquí, como lo he prometido y
creo que hemos de entendernos.
Doña
Carmen.- Ese es mi deseo, Lola. En principio quisiera que usted
me dijera los motivos que originaron los cambios de casa en las
que sirvió.
Lola.-
Verá, usted, señora. Son muy variados y algunos no me parece
oportuno dárselos a conocer. Muchas veces son las mismas
señoras las que me despiden por cualquier capricho, y hacen muy
bien. La verdad, yo no concibo esas familias que soportan años
y años una criada, hasta el punto de que llega a hacerse el ama
de la casa. Le temen los niños y, en ciertas ocasiones, los
propios señores toman sus precauciones para que la autoritaria
muchacha no tenga que llamarles la atención.
Doña
Carmen.- Sí, sí; en cierto modo, dice usted bien.
Lola.-
En cambio, no creo que usted deje de darme la razón cuando digo
que debe ser maravillosa la emoción de los maridos pensando que
al llegar a casa han de encontrarse con la nueva sirvienta, que
su mujer se procura... cada ocho o nueve días. ¿Será
rubia?... ¿Será morena?...y qué sé yo cuántas cosas más
pensarán... Desde luego, señora, que ellos no comentan nada.
Observan y callan.
Doña
Carmen.- Pues lo que es, en esta casa, Lola, no tiene usted
quien sufra emociones. Desgraciadamente no hay marido
observador.
Lola.-
Pero también los visitantes agradecen la renovación de fichas.
Doña
Carmen.- Por lo visto, usted toma el servicio como un campeonato
de liga. No me importan sus opiniones sobre ciertos extremos.
Con lo que hemos hablado ayer es más que suficiente. Pase usted
a la cocina, ya conoce la casa, y a trabajar.
Lola.-
Sí, señora. No tendrá motivo de queja alguna.
(Va
saliendo)
Doña
Carmen.- Así lo espero... ¡Ah! ¡Cuidado con las emociones!.
Lola
(Ya
en la puerta lateral derecha).-
No
se preocupe. ¡Eso corre de mi cuenta!
(Sale
por la lateral derecha)
escena
3ª
Doña
Carmen.- A ver si esta vez tengo más suerte. Está el servicio
imposible. Tantas bases tiene el trabajo que el pobrecito se ha
quedado sin asiento y en algunas ocasiones lo dedican al
estraperlo de las huelgas. No sé adonde vamos a parar.
(Suena
el timbre)
(Doña
Carmen va hacia la puerta y al propio tiempo dice):
Doña
Carmen.- ¿Quién podrá ser a estas horas?
(Cuando
abre la puerta entra don Gregorio)
escena
4ª
Don
Gregorio.- Buenos días, señora. Estoy completamente seguro de
que usted no esperaba que yo viniese por esta bendita casa a
esta hora del día.
Doña
Carmen.- Ciertamente, don Gregorio. No me lo explico, porque
usted viene diariamente por aquí, desde que nos conoce,
que es cosa de días, a las siete de la tarde y siempre
acompañado de su hijo Carlos.
Don
Gregorio.- Efectivamente. Vengo ahora porque he visto, al pasar,
a Julia y Carlos en el jardín. Nunca vine a esta casa sin él,
ni jamás tuve ocasión de venir solo, pues aun cuando podía
hacerlo, siempre temí encontrarme a Julia con usted, lo que
habría de impedirnos hablar de cosas interesantes para todos,
si bien un tanto delicadas. Parece providencial la oportunidad y
aunque voy a visitar a un enfermo, como el caso no es grave ni
mucho menos, puede el médico distraerse un poco sin peligro
para el paciente.
Doña
Carmen
(Riendo).-
Y en algunos casos bien merecía la pena que continuasen ustedes
distraídos en beneficio del enfermo. Siéntese, don Gregorio.
(Se
sientan ambos)
Don
Gregorio.- ¡No sea usted mala, doña Carmen!
Doña
Carmen.- Bien sabe usted, don Gregorio, que es una broma y que
en mis palabras no existe la maldad, que algunos la consideran
como el arma más resplandeciente de la razón contra la
potencias de las tinieblas y de la fealdad y la defienden
diciendo que es el espíritu de la crítica y ésta el origen
del progreso y de las luces de la civilización. pero dejemos
esto y dígame a qué e debe esta visita, que le juro que estoy
intrigada.
Don
Gregorio.- Pues vengo para hablarle de Carlos. De Carlos... y de
Julia. Yo no sé si usted habrá observado algo. En Julia,
quizás nada. Carlos está locamente enamorado de su hija. No me
lo ha dicho, pero yo lo he comprendido perfectamente.
Doña
Carmen.- En realidad, yo no me he dado cuenta. Es tan reservado,
tan triste, tan misterioso su hijo.
Don
Gregorio.- Pues eso es lo que yo pretendo poner en claro: ese
"misterio". Carlos no es hijo mío.
Doña
Carmen.- ¿Qué dice usted, don Gregorio?
Don
Gregorio.- Lo que usted oye. ¿Lo parece, verdad?. Pues no es
así. Ni siquiera le tengo conmigo desde sus primeros años.
Hace seis solamente que está en mi casa.
Doña
Carmen.- ¿Le recogió usted de quince años?. ¿Cómo es
posible que yo no descubriese algún detalle y estuviese tan
engañada?.¡Mucho le quiere usted, don Gregorio!.
Don
Gregorio.- ¡Más que si fuera de verdad hijo mío!. Y digo
esto, aún desconociendo el amor paternal. Yo soy soltero. Viví
en Francia varios años. Allí me sorprendió la guerra. Carlos
es francés.
Doña
Carmen.- Eso ya lo suponíamos. Algo notamos Julia y yo en su
modo de hablar; pero como ya nos indicó en otra ocasión que
usted había permanecido en Francia desde mil novecientos
veinticinco hasta el cuarenta y tres, no concedimos importancia
a ese ligero acento de Carlos, apenas perceptible.
Don
Gregorio.- ¿Imperceptible!, señora. Carlos ha sido educado por
mí con el mayor esmero. Habla el español correctamente y
dentro de un año será médico.
Doña
Carmen.- Es muy inteligente. Debe estudiar muchísimo, pero esa
tristeza, esa continua preocupación, esa total ausencia de
alegrías en un muchacho joven, sano, fuerte...
Don
Gregorio.- Eso quiero explicar. Carlos, con sus escasos catorce
años y en compañía de su madre, vivió la trágica escena, en
el patio de su propio hogar, del fusilamiento de su padre.
Doña
Carmen.- ¡Qué horror!. No podrá olvidarlo nunca.
Don
Gregorio.- Eso es lo que me temo. Su madre murió un año
después atormentada por el recuerdo. Yo vivía de pensión en
aquella casa y recogí al niño, al que quería y quiero con
toda mi alma. Yo ignoraba el horrible martirio de aquella viuda
cuando me instalé allí.
Doña
Carmen.- ¿Y quién se lo contó a usted?
Don
Gregorio.- El propio Carlos. Su familia residía en la Francia
ocupada. Un paracaidista americano, después de pasar la noche
oculto en el mismo lugar en que cayó, se encuentra, a la luz
imprecisa del amanecer, desorientado y perdido. No reconoce el
terreno ni ve a sus camaradas. A lo lejos, una casa de campo. No
lo piensa demasiado. Se arrastra y llega a la puerta. Una duda
horrible se plantea en su corazón angustiado. ¿Serán amigos?
¿Serán enemigos? Llama con recelo. Abre una mujer joven, la
madre de Carlos, y el soldado quiere ver con los ojos de su alma
qué efecto produce su presencia. Teme, pero habla al fin:
"Soy un soldado americano. ¿Puedo ocultarme aquí?".
La mujer no valica, no duda un instante. "Sí,
naturalmente".
Doña
Carmen.- Podría yo continuar refiriendo el resto. es tan fácil
imaginárselo.
Don
Gregorio.- Seguramente no, doña Carmen, pues es algo tan
sublime como trágico.
Doña
Carmen.- Los enemigos, que han visto el paracaídas abandonado,
se dirigen hacia la casa. Encuentran al americano y debe
cumplirse aquello que es ineludible en toda guerra: "Todo
paisano del país ocupado que oculte a un soldado del bando
contrario tiene pena de muerte". ¿No es así?.
Don
Gregorio.- Es usted muy perspicaz, y su ingenio, que yo admiro,
la lleva a conclusiones muy exactas; pero en este caso hay una
segunda parte que usted ni nadie puede adivinar. Después de
fusilado el padre de Carlos, continúa la inspección de los
alrededores de la granja. El americano, que fue encerrado en un
establo, se da cuenta de que éste comunica con una habitación
por una ventana. Esta habitación tiene una claraboya y luego...
Doña
Carmen (Nerviosa
con el relato).-
Establo, ventana, habitación, claraboya y... monte.
Don
Gregorio.- Exacto. Disparos y exploración minuciosa de los
enemigos por aquellas cercanías. El americano se esconde en el
bosque. Escucha con el corazón oprimido los pasos, muy
próximos, de los perseguidores...
Doña
Carmen.- ¡Pobre chico! ¡Qué cruel es la guerra!. ¿Le
encontraron, don Gregorio?. ¡Lo matarían, seguramente!.
Don
Gregorio.- Nada de lo que usted piensa. El terreno que separa la
casa de su escondite está libre. Vacila un momento, pero otra
vez se dirige hacia ella. Unos instantes de espantosa
incertidumbre; sin embargo, golpea nuevamente la puerta. Aparece
un rostro de mujer, pálido, con las huellas del terror en los
ojos bañados en lágrimas. Es la misma, aunque parece otra. Un
solo segundo para cambiarse unas miradas. "¿Puedo
esconderme aquí?". "Sí, naturalmente".
Doña
Carmen.- Maravilloso, don Gregorio, y así se salvó aquel
inocente, víctima, como millones de seres, de una guerra la
más sangrienta e inútil de todas.
Don
Gregorio.- Sí, señora. Le escondió en el mismo armario que la
vez primera y, poco después, pudo huir y unirse a sus
compañeros paracaidistas.
Doña
Carmen.- ¡Una mujer mártir! Un doble dolor, como esposa y como
madre. ¡Pobre Carlos! Ahora me explico su infinita tristeza.
Parece que sus ojos contemplan en todo momento aquel terrible
cuadro. Se queda pensativo mirando a un punto fijo, hacia algo
cuya visión no puede borrar de su atormentada imaginación.
Don
Gregorio
(Poniéndose
de pie).-
Es mucho lo que sufre, señora; es decir, lo que sufrimos. Yo
quiero hacerle feliz. Es mi única preocupación. Por verle
dichoso daría muchos años de mi vida. Si ese gran amor, si el
cariño de Julia, la dulzura y bondad de su hija hiciesen el
milagro, como yo lo espero con toda mi alma, viviría el resto
de mi existencia con una inmensa satisfacción y dando continuas
gracias al Supremo Hacedor por concederme esto que tanto le pido
contantemente.
Doña
Carmen
(Se
pone de pie).-
Y yo, desde ahora, uniré mis oraciones a las suyas para que lo
que usted desea llegue a ser una realidad y créame que Julia
necesita, casi tanto como Carlos, la curación de su espíritu
afligido por una gran pena.
(Suena
el timbre)
Don
Gregorio.- Parece que viene alguien.
Doña
Carmen
(Que
va hacia la puerta para abrir).-
No sé si serán ellos.
(Entra
Armando con una gabardina colgando del brazo derecho y un
maletín de viaje en la mano)
escena
5ª
Armando
(Abrazando
a doña Carmen).-
¡Querida tía! ¿Cómo estás?
Doña
Carmen.- ¿Cuánto tiempo hace, Armando, que no te veo? ¿Llegas
ahora de viaje? ¿Qué tal tus padres y hermanos?.
Armando.-
Todos bien, excepto el pobre papá que sigue con sus achaques.
Doña
Carmen.- Mira, Armando, te voy a presentar a un buen amigo de
esta casa, don Gregorio Álvarez, nuestro médico y que reside
en ésta desde hace un mes aproximadamente. ¿Verdad, doctor?.
Don
Gregorio.- Quizás lo sepa usted mejor que yo. El día que
llegué, a las dos horas de mi entrada en el pueblo, una pura
casualidad me hizo entrar en conocimiento con su amable
tía, que necesitó con urgencia y por fortuna sin motivos de
importancia, mis modestos servicios.
Armando.-
Encantado de conocerle, pero deseando no hacer uso (Riendo)
de
sus "modestos servicios".
Tiene usted un nuevo amigo. (Estrechándole
la mano).
Don
Gregorio.- Efectivamente que son servicios poco deseados. Yo
celebro también poder ofrecerle mi amistad, y como ya mis
enfermos me estarán esperando y ustedes tendrán mucho que
decirse, me despido de tan grata compañía... y hasta siempre.
Doña
Carmen.- Hasta luego, don Gregorio. Que Dios haga que se cumplan
nuestros buenos y laudables propósitos.
Don
Gregorio (Que
va hacia la puerta).-
Sería abrir una ventana al sol de la alegría. Adiós, doña
Carmen.
Armando.-
Usted siga bien.
(Sale
don Gregorio)
escena
6ª
Doña
Carmen (Sentándose
ambos).-
Vamos a ver, sinvergüenza, ¿cuántos años llevas sin venir
por esta casa? ¿Habrás terminado tu carrera de abogado?.
Armando.-
Despacio, tía, despacio. Hace poco más de un año que os hice
la última visita. Respecto de la carrera aún me faltan tres
asignaturas.
Doña
Carmen.- ¡Si la última vez que estuviste aquí decías que
sólo te era necesario aprobar dos para terminar!.
Armando.-
Lo que ocurre, querida tía, es que todos interpretáis mal mis
palabras. Necesitaba aprobar dos para terminar el segundo año,
y ahora debo aprobar tres para concluir el tercero.
Doña
Carmen.- Lo de siempre, Armando. Suspenso tras suspenso.
Armando.-
Aplazamientos nada más, tía. Siempre exageráis las cosas. ¿Y
mi prima Julia, cómo está? Seguramente tan buena, tan
bonita y tan triste como siempre, es decir, como siempre no.
Desde su cruel pérdida se acabó la felicidad en este pacífico
hogar. ¿Qué me dices, tía Carmen?.
Doña
Carmen.- ¿Qué quieres que te diga, hijo? Las cosas siguen
igual... por ahora. ¿Y tu hermana Luisa, se casó?.
Armando.-
Pues verás. Rompió con el novio después de cinco años de
relaciones. Ella quería casarse, como todas las mujeres, y él
tras una gran preparación artillera, le dijo que no estaba por
el matrimonio. Ya supondrás que ella se indignó muchísimo, le
echó en cara los años que estuvo esperando, y él, muy
tranquilo y reposado, le contestó que se había comprometido a
ser novio, nada más, que eso de pasar a marido era muy
diferente, y, desde luego, una cosa muy seria.
Doña
Carmen.- ¡Qué sinvergüenzas sois los hombres!.
Armando.-
Algunos hombres, tía. (Se
pone de pie).
Sin
embargo, mi hermana Luisa merece algún castigo. Sabes que es
muy egoísta. Mamá, tu hermana, la educó en un plan de "intelectualoide",
y el pobre papá, que es un santo, sabe muy poco de eso de la
cultura y sufre con paciencia los ataques reiterados de esta
hija, que se avergüenza de su padre, que "teme que abra la
boca", como ella dice, porque siempre "soltará"
alguna palabra que no esté bien empleada, y la muy
desagradecida quiere ignorar que cuantas veces ella abre la boca
para comer, tiene el alimento preparado y a tiempo gracias al
sudor, al sacrificio, a veces acompañado de lágrimas, y a la
dignidad del trabajador que ha hecho posible que todos sus hijos
seamos lo que quizás ninguno merecemos.
Doña
Carmen.- Muy bien, Armando. ¡Cuántas familias tienen ese
problema! Padres que ponen su alma y dan su vida por lograr el
bienestar de sus hijos. Éstos, gracias a esos desvelos y
privaciones, adquieren una cultura refinada y luego se
avergüenzan de sus padres. ¡Qué pena y qué asco!. En fin,
para qué hablar de esto. Voy a enviarte la muchacha para que te
prepare la habitación y le indiques donde debe recoger tu
equipaje.
Armando.-
Muy bien, tía. Yo me acostaré un rato. Hasta luego.
(Sale
doña Carmen)
escena
7ª
Armando.-
Supongo
que no estará aquella rubicunda doncella, que era tan agresiva.
Fuimos buenos amigos, pero tenía un novio muy exigente. No
toleraba que fuese conmigo a los bailes. Era natural que yo la
acompañase, sobre todo al regreso; aquellas horas eran muy
impropias para llegar sola a casita.
(Entra
Lola por la lateral derecha)
escena
8ª
Lola
(Con
mucha afectación en los modales).-
Buenos días, señorito. ¿Es usted el sobrino de la señora?
Armando.-
Creo que sí. ¿Usted es la bonne, la domestique?.
Lola.-
Hable en cristiano, señor. Yo soy Lola.
Armando.-
¿Lleva usted mucho tiempo en esta casa o es un nuevo bombón en
este apacible hogar?.
Lola.-
Nuevo, no. Novísimo.
Armando.-
He descubierto un novísimo...
Lola.-
Continente. Con la diferencia de que Cristóbal Colón salió de
Palos para descubrir y usted...
Armando.-
Saldré a palos si me intereso más por el contenido que por el
continente. ¿No quiere usted decir eso?.
Lola.-
Es usted muy listo y además... Va completo, impecable. Zapatos
último modelo, traje como conviene a ese tipo
"bárbaro" del que es "feliz poseedor", una
corbata "estupenda", una camisa
"formidable"...
Armando.-
¡Caramba!, niña, basta ya. ¡Qué lenguaje!. Bárbaro,
estupendo, formidable. El lenguaje de moda. Lo que dice el Padre
Félix. "Un señor más o menos ruinoso es todavía potable;
una mujer que bebe más de la cuenta es que aguanta; si
anda en aventuras nada edificantes, ¡nada edificantes!, es que se
divierte, es que tiene muchas horas de vuelo".
Lola.-
O es que tiene plan; que lo pasa "de miedo".
Armando.-
Lo que más gracia me hace es que me haya dicho que llevo una
"formidable" camisa.
Lola.-
Pues debía disgustarle a usted, porque precisamente son
"los descamisados" el plato fuerte del momento actual.
Armando.-
Vámonos, flamenca. Dígame cual será mi venturoso aposento.
Lola.-
Sígame y déjese conducir.
(Van
hacia la puerta lateral derecha)
Armando.-
Con usted al finis terrae.
Lola.-
¡Qué cosas tienen los señoritos! Pues yo con
usted ni a la gloria. ¡Que ya es decir!.
(Salen)
Entrada
a la escena 9ª


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"No es único el amor
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