LOS NOMBRES OLVIDADOS
Por
Emma-Margarita R. A.-Valdés
  
La luz del atardecer envolvía la íntima salita con
su resplandor dorado filtrándose a
través de las cortinas de lino. Sobre la
mesa, la lista de invitados esperaba en
silencio, un testimonio de intenciones y
ausencias, un inventario de nombres
escritos con tinta y ambición, llaves
doradas que abrían puertas a
oportunidades, a influencias, a un
porvenir que él imaginaba
resplandeciente y sin sombras.
Carlos se recostó en la silla. Su
silueta, alargada por el sol mortecino,
era la de un gigante agotado. Contempló
los nombres con expresión satisfecha,
casi devota.
-Aquí están -dijo con voz firme-. Este
año, limitaremos el número: Los Pérez,
los Rivas, Montiel y su esposa, el
director del banco y su nueva pareja,
los Landa... Gente influyente. Personas
que pueden marcar la diferencia.
Sus palabras eran piedras lanzadas en un
estanque donde las emociones apenas se
atrevían a flotar.
Marina observaba
el cielo teñido de rosa y malva,
buscando en las alturas una respuesta
que no encontraba en la tierra. Leyó la
lista con el ceño fruncido.
Cuando al fin habló, su voz fue suave,
pero firme:
- ¿Marcar la diferencia en qué?
-preguntó, sin mirarle-. ¿En nuestro
futuro o en lo que somos?
Carlos suspiró, como quien aparta una molestia
invisible o una discusión estéril.
- ¿Y los Sánchez?
-dijo
Marina tras una pausa.
A Carlos le incomodó el apellido,
no le resultaba ajeno.
-No veo el motivo. ¿Qué aportan?
¿Qué sentido tiene mirar atrás... si ya no pueden
caminar con nosotros? Ya no encajan en
nuestro mundo. No es crueldad, Marina.
Es pragmatismo.
No son... relevantes.
Marina cerró los ojos.
Sintió en el pecho el crujido sordo de
una tristeza vieja, como si se
resquebrajara algo que siempre estuvo
ahí. No sabía en qué momento empezaron a
vivir para los demás en vez de para
ellos mismos.
-No nos mantenemos de sentimentalismos,
Marina. Si queremos progresar hay que
rodearse de quienes ya están donde
nosotros aspiramos llegar.
- ¿Dónde quedan los amigos de infancia, los que
nos acompañaron cuando teníamos sueños y
esperanza? Los de toda la vida -insistió
Marina-. Personas con las que hemos
compartido momentos felices e infelices.
¿O es que ahora sólo importan los
contactos útiles?
Carlos respondió con más fuerza de la necesaria.
-No se trata de nostalgia, sino de
visión. Es
una reunión con personas que pueden
ofrecer algo más que simples charlas
triviales. Si queremos avanzar, tenemos
que rodearnos de quienes caminan en la
misma dirección.
- ¡Avanzar! -Marina rió sarcásticamente-. ¿Hacia
dónde? ¿Hacia un mundo de apariencias y
sonrisas falsas?
Siguió un silencio breve, tenso, parecía
que el aire se negaba a circular.
Las hijas, sentadas cerca, absorbían la
discusión con grietas en el alma y la
resignación de quienes ya la habían
presenciado mil veces.
Cecilia, la mayor, ambiciosa, algo
arrogante, pero convencida de que hacía
lo correcto, asintió, alineándose con su
padre.
-Papá tiene razón. No podemos quedarnos
en el pasado. La vida sigue, no espera…
Y
el éxito es como un río, o avanzas o te
ahoga. A veces hay que ser fríos para
prosperar. Así funciona el mundo.
Marina la miró con tristeza.
-Pero un río sin raíces arrastra todo a
su paso, incluso a quienes lo hicieron
nacer. Sin memoria -dijo Marina-, el
futuro es una máscara sin rostro.
Sofía, la menor, miró a su madre, dejó escapar un
susurro, apenas audible entre el vaivén
de los pensamientos, luego alzó la voz,
que flotó como pétalo de flor sobre la
mesa:
-Mamá
tiene razón. No podemos olvidar a
quienes siempre han estado con nosotros.
¿Desde cuándo se mide un amigo por su
utilidad?
El aire envolvió la estancia
llevando el peso de todo lo no dicho.
Carlos se frotó el rostro. Marina, sin
decir palabra, tomó la lista y tachó un
nombre. Luego otro.
-Los verdaderos amigos no se miden por su utilidad
-susurró-. Se miden por su lealtad.
-No desprecio a los Sánchez, pero este evento no
es para ellos. No es un almuerzo
cualquiera, Marina, aquí nos estamos
jugando mucho.
- ¿Mucho? ¿O demasiado? ¿Y a qué precio?
-su voz temblaba, no de ira, sino de
decepción-. A ti te gustan esas personas
porque te dan brillo en la sociedad.
Todo es interés, social y económico
-Esas relaciones nos trajeron hasta aquí
-dijo, con un tono más resignado que
orgulloso-.
Nos ayudaron en momentos difíciles.
No creo –respondió él- que seas precisamente tú la
más indicada para criticar y juzgar mi
actitud.
Carlos hizo una pausa para medir las
palabras y dijo:
-Gracias a esas amistades que tú
deploras, hoy es buena nuestra
situación. Hemos pasado muchos malos
momentos, difíciles, que superamos
gracias a ellos.
-No. Ellos te han hundido antes de
"ayudarte". Y siempre te han costado más
de lo que recibiste:
regalos, comidas de negocios, etc.
-Un precio justo -replicó, erguido,
necesitaba reafirmarse-. ¿No estás
orgullosa de lo que he logrado?
-Lo estoy, mientras sea fruto de tu esfuerzo y de
tu inteligencia. Pero no todo éxito
merece celebración. No creo que sea el
momento de hablar de ello.
-Conforme. Sigamos. Para eso estamos
aquí.
Marina lo miró y le escudriñó sin
dureza, con esa piedad dolorosa que nace
al ver a alguien perder el rumbo sin
saberlo.
Las hijas cruzaron una mirada breve.
Las palabras de sus padres se habían
alojado como una semilla en sus
corazones. Una situación que, en el
fondo, comprendían.
Carlos suspiró.
-Está bien. Pero no te quejes si la
fiesta no resulta un éxito.
-Lo será si estamos rodeados de quienes
de verdad importan.
Él no respondió. Sabía que esa fiesta no
sería solo un evento, sería un espejo.
Y, en ese espejo, la imagen de sí mismo
empezaba a parecerle ajena.
Se volvió hacia sus hijas.
-Cecilia, ¿has pensado a quién quieres
invitar?
-Lo pensaré -respondió con indiferencia.
- ¿Y tú, Sofía?
Ella lo miró.
Su rostro le pareció que, bajo la
máscara del éxito, ocultaba un niño que
aún deseaba ser querido por quienes
importan.
Su frente despajada y la luz comprensiva
de sus ojos, le infundieron confianza,
pero temía su reacción, sabía que lo que
iba a proponerle no era de su agrado.
- ¿Dudas? -preguntó Carlos-. Dime.
- ¿Dudas? -insistió, con una mezcla de
impaciencia y expectativa.
Con un leve temblor, Sofía enderezó los
hombros y, mirando la hoja intuyó que en
ella se jugara algo más. Dijo:
-Quiero invitar a Julián.
El nombre cayó como un trueno en una
noche tranquila.
Carlos alzó la cabeza, como quien
presiente una tormenta en el horizonte.
Sus ojos se entrecerraron, frunció los
labios con tensión y ladeó la cabeza con
gesto frío.
- ¿A Julián?
Sofía asintió, serena, aunque su corazón
golpeaba con fuerza bajo la blusa.
-Sí. Su madre nos cuidó cuando mamá
trabajaba. ¿Recuerdas? Y él… fue mi
primer amigo, nos queremos. Me enseñó a
trepar árboles y a no tener miedo.
- ¿Sabes qué ocurre cuando abres la
puerta a los recuerdos, Sofía? Que
entran sin pedir permiso... y lo arrasan
todo. Y continuó:
-No es para ti. Lo sé -dijo con firmeza.
La tarde se volvió más densa. El reloj
de pared marcó la hora con un ruido
sordo. Nadie habló. En la ventana, el
cielo se volvía púrpura, como una herida
que cicatriza al caer la noche.
-No, no lo sabes -dijo ella-. Lo conoces
de oídas.
Carlos dudó. Podía negarse. Pero sabía
que solo conseguiría perderla.
-No se trata de dinero -dijo
finalmente-. Está dominado por el juego,
las mujeres. Tiene deudas. No es hombre
de hogar.
Carlos supo de la relación de Julián con
Sofía y se había informado de sus
andanzas. ¡Qué lástima de ese amor nuevo
y fuerte!
Sofía insistió:
-Papá, no te pido que lo quieras. Que lo
mires sin los ojos de los demás. Solo
una vez. Porque, detrás de lo que crees
ver..., hay alguien que vale la pena.
-Hija, no te conviene. Sé de él más que
tú. No es su situación económica la que
me importa, es su moralidad.
Marta intervino:
-Sabemos que están juntos. Si no lo
invitamos, daremos lugar a rumores.
Mejor actuar con naturalidad.
Carlos meditó un instante. Luego asintió
mansamente.
-Lo invitaremos. Espero, Sofía, que, por
tu propio bien, recapacites.
-Quizá -susurró Sofía, con tristeza -
pero unos días de felicidad a su lado
serán suficientes para llenar toda mi
vida.
- Me asustas, hija -murmuró Carlos,
hondamente alterado.
Se levantó de la silla con lentitud.
Caminó hacia la ventana. Desde allí, la
calle parecía más lejana que nunca, como
si observara el pasado desde una torre
de cristal. Por un instante, su rostro
se suavizó. Tal vez pensó en los días en
que no había listas, sino manos que se
tendían con naturalidad.
-Tal vez esté bien... acercarnos a
algunos amigos olvidados -musitó-. Solo
a algunos.
Marina le acarició el brazo sin decir
palabra. En ese gesto cabía todo lo que
alguna vez los unió.
-
Invítalo, Carlos -Marina intervino con
serenidad, con un ademán de gratitud y
amor-. No por Sofía… Hazlo por ti, por
nosotros.
Carlos meditó un instante. Luego
asintió, con seguridad.
-Está bien. Mándale una invitación.
Bajó la mirada. Un suspiro. Una sombra
de duda.
-Pero no esperes que lo abrace como a un
hijo.
-Sigamos, hagamos una nueva lista con
las sugerencias de todos. Y vosotras
debéis meditar sobre vuestras
decisiones. A ti, Cecilia, te aconsejo
que dejes hablar más a tu corazón. A ti,
Sofía, que escuches los consejos que,
con gran cariño, te doy, no permitas
dejarte arrastrar por tus sentimientos.
-Carlos las miró en silencio, por
primera vez veía en ellas a unas mujeres
capaces de elegir su camino. En su
interior, algo tembló.
La tarde se extinguía poco a poco. El
último rayo de sol rozó la lista y los
nombres, como huellas en la arena comenzaron a borrarse con la marea del
tiempo.
Marina se levantó, caminó hacia la
ventana y abrió las cortinas. El aire
fresco entró como una promesa.
Esa noche, no sólo celebrarían una
fiesta. Quizá, sin saberlo, una nueva
forma de ser familia. Más imperfecta.
Más humana.
El silencio volvió a reinar, pero esta
vez no como una amenaza, sino como un
terreno nuevo, aún por sembrar. |