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EL PATITO FEO Por Hans Christian Andersen
¡Qué lindos eran los días de verano!, ¡qué agradable
resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y
las parvas de heno apilado
en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a
algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Alrededor de
los campos había grandes
bosques, en medio de los cuales se abrían hermosísimos lagos. Sí, era
realmente encantador estar en el campo. Bañada de sol se alzaba allí
una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde
sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas
gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes
para que un niño pequeño pudiese pararse
debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste
como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había
hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos,
pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia,
pues casi nadie venía a visitarla. A los otros patos les interesaba más
nadar por el foso que llegarse a conversar con ella. Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. "¡Pip,
pip!", decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a
través del cascarón. —¡Cuac, cuac! —dijo la mamá pata, y todos los
patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose
enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó
hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos. —¡Oh, qué grande es el mundo! —dijeron los patitos.
Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro
del huevo. —¿Creen acaso que esto es el mundo entero? —preguntó
la pata—. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín,
hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto.
Bueno, espero que ya estén todos —agregó, levantándose del nido—.
¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No
puedo entretenerme con él mucho tiempo. Y fue a sentarse de nuevo en su
sitio. —¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? —preguntó una pata
vieja que venía de visita. —Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto…
—dijo la pata echada—. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en
los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto
nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá
a verme? —Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de
romper —dijo la anciana—. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así
fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron
aquellos pavitos¡ ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había
forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de
nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo… ¡Ah, ése es un huevo
de pava, puedes estar segura! Déjalo y enseña a nadar a los otros.
—Creo que me quedaré sobre él un ratito aún —dijo
la pata—. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me
hará daño.
—Como quieras —dijo la pata vieja, y se alejó
contoneándose. Por fin se rompió el huevo. "¡Pip, pip!",,
dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo
que era, y exclamó:
—¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a
ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es
ningún crío de pavos. Habrá de meterse en el agua, aunque tenga que
empujarlo yo misma.
Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol
resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó
al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua. —¡Cuac, cuac! —llamaba. Y uno tras otro los patitos
se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas,
pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movíanse sus patas
sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el
patito feo y gris nadaba con los otros.
—No es un pavo, por cierto —dijo la pata—. Fíjense
en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda
que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta
enseguida de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan
conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero.
Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con
los ojos muy abiertos, por si viene el gato.
Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo
espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de
anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato. —¡Vean! ¡Así anda el mundo! —dijo la mamá relamiéndose
el pico, pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de
anguila—. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no
dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí.
Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española;
por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja
atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede alcanzar.
Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben
respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los
dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera,
como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac!
Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron
con desprecio y exclamaron en alta voz: —¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora
tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito
tan feo! No podemos soportarlo.
Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un
picotazo en el cuello. —¡Déjenlo tranquilo! —dijo la mamá—. No le está
haciendo daño a nadie. —Sí, pero es tan desgarbado y extraño —dijo el que
lo había picoteado—, que no quedará más remedio que despachurrarlo.
—¡Qué lindos niños tienes, muchacha! —dijo la
vieja pata de la cinta roja—. Todos son muy hermosos, excepto uno, al
que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo. —Eso ni pensarlo, señora —dijo la mamá de los
patitos—. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien
como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Espero
que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea
tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no
salió tan bello como los otros. Y con el pico le acarició el cuello y
le alisó las plumas. —De todos modos, es macho y no importa tanto
—añadió—, Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino
en la vida. —Estos otros patitos son encantadores —dijo la vieja
pata—. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad
encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden traérmela sin
pena.
Con esta invitación todos se sintieron allí a sus
anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón,
y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos,
empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas. —¡Qué feo es! —decían. Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y
que se consideraba por ello casi un emperador, infló sus plumas como un
barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que
toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse.
Sentíase terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo
se burlaba de él en el corral. Así pasó el primer día. En los días
siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio
acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez
en cuando y le decían: —¡Ojalá te agarre el gato, grandullón!
Hasta su misma mamá, deseaba que estuviese lejos del
corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día,
la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié.
Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo, saltó por encima de
la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos,
que se echaron a volar por los aires. "¡Es porque soy tan
feo!" —pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo
siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos
donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado
de cansancio y tristeza. A la mañana siguiente, los patos salvajes
remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero. —¿Y tú qué cosa eres? —le preguntaron, mientras el
patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía.
—¡Eres más feo que un espantapájaros! —dijeron los
patos salvajes—. Pero eso nos importa, con tal que no quieras casarte con
una de nuestras hermanas. ¡Pobre patito! Ni soñaba él con el
matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar tranquilo entre los
juncos y tomar un poquito de agua del pantano.
Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos
salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan
impertinentes. —Mira, muchacho —comenzaron diciéndole—, eres tan
feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy
lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables,
todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de
tu vida, feo y todo como eres. —¡Bang, bang! —se escuchó en ese instante por
encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo
el agua con su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano
las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había
organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los
pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles
que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron
por el oscuro boscaje, y fueron a perderse lejos, sobre el agua. Los
perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance,
doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó
al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala
cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le
colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó
el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá
se fue otra vez sin tocarlo! El patito dio un suspiro de alivio. —Por suerte, soy tan feo, que ni los perros tienen
ganas de comerme —se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los
perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras
otra, atronaban los aires.
Era muy tarde cuando las cosas se calmaron, y aún
entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias
horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo,
enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a
correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba
no poco trabajo mantenerse sobre sus pies. Hacia el crepúsculo llegó a
una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía
de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento
soplaba tan ferozmente alrededor del patito, que éste tuvo que sentarse
sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de
las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con
una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha
abertura. Y así lo hizo. En la cabaña vivía una anciana con su gato y su
gallina. El gato, a quien la anciana llamaba "Hijito", sabía
arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo
frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le
habían puesto por nombre "Chiquitita Piernascortas". Era una
gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija. Cuando llegó
la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño
patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.
—Pero, ¿qué pasa? —preguntó la vieja, mirando a su
alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el
patito feo era una pata regordeta que se había perdido—. ¡Qué
suerte! —dijo—. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea
macho! Le daremos unos días de prueba. Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para
poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de
huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la
dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir:
"nosotros y el mundo", porque opinaban que ellos solos
formaban la mitad del mundo , y lo que es más, la mitad más
importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras
opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo. —¿Puedes poner huevos? —le preguntó.
—No. —Pues entonces, ¡cállate! Y el gato le preguntó: —¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar
chispas? —No. —Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan
las personas sensatas. Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy
desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió
una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que —¡no pudo
evitarlo!— fue y se lo contó a la gallina. —¡Vamos! ¿Qué te pasa? —le dijo ella—. Bien se
ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te
las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear.
—¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! —dijo el
patito feo—. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo
fondo! —Sí, muy agradable —dijo la gallina—. Me parece
que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo
como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del
mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse? —No me comprendes —dijo el patito.
—Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién
podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el
gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto,
muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde
te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un
tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que
si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos
amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner
huevos o a ronronear y echar chispas. —Creo que me voy a recorrer el ancho mundo —dijo el
patito. —Sí, vete —dijo la gallina. Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló;
pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era.
Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o
pardas; el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los
cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas,
cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la
tapia, graznaba "¡cau, cau!", de frío que tenía. Sólo de
pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo
estaba pasando muy bien.
Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso
crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y
hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos.
Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos
cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito,
extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo,
alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.
Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo
se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas
en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección
que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría
olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió
de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera
de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría
ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin
embargo, eran más importantes para él que todas las que había
conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿cómo se
atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle?
Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre
criatura estrafalaria que era! ¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se
veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se
congelase en torno suyo. Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía
más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito,
para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las
patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el
esfuerzo, quedóse muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre
el hielo. A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un
campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió
y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo. Los niños
querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus
travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la
leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas
palmadas en el aire, y él, más asustado, metióse de un vuelo en el
barril de la mantequilla, y desde allí lanzóse de cabeza al cajón de
la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo!
Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban
unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían!…
Fue una suerte que la puerta estuviese abierta. El patito se precipitó
afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve
recién caída. Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias
y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno.
Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a
cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera.
Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho
más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto.
Casi sin darse cuenta, se halló en un vasto jardín con manzanos en
flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes ramas sobre un
sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de
la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres
hermosos cisnes blancos, rizando sus plumas y dejándose llevar con
suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas
criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y se sintió
sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía. —¡Volaré hasta esas regias aves! —se dijo—. Me
darán de picotazos hasta matarme, por haberme atrevido, feo como soy, a
aproximarme a ellas. Pero, ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten,
a sufrir los pellizcos de los patos, los picotazos de las gallinas, los
golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno.
Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas. —¡Sí, mátenme, mátenme! —gritó la desventurada
criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte.
Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un
reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris,
feo y repugnante, no, sino el reflejo de un cisne! Poco importa que se nazca en el corral de los patos,
siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz
de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a
apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban… Y los tres
cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos.
En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos
de pan y semillas. El más pequeño exclamó: —¡Ahí va un nuevo cisne! Y los otros niños corearon con gritos de alegría:
—¡Sí, hay un cisne nuevo! Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus
padres. Había pedacitos de pan y de pasteles en el agua, y todo el
mundo decía: —¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto
es! Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó
de timidez, y escondió la cabeza bajo el ala, sin que supiese
explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él
ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos.
Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía
como todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las
lilas inclinaron sus ramas ante él, bajándolas hasta el agua misma, y
los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas, alzó
el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón: —Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo.
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